Arte popular, de la memoria a la innovación

Alfonso Alfaro

Máscara de madera. Guerrero. Centro de Estudios de Arte Popular Ruth D. Lechuga (CEAPRDL). Foto: D.R © Jorge Vértiz, en El Cuarto Rosa de Ruth D. Lechuga. Artes de México/Museo Franz Mayer. México: 2014.

Entre las múltiples maneras que tienen las personas de relacionarse con los objetos (de producirlos, de mirarlos, de utilizarlos, de abandonarlos) existen tres registros que, con diversa fortuna, suelen estar presentes en todas las épocas y en todas las latitudes.

Hay objetos llamados obras de arte, que aspiran a formular un desafío. Su ambición es rebasar los horizontes en que está inscrito el tiempo humano. Han sido concebidos como una invocación o como una ofrenda a las fuerzas que mueven el universo, o bien como impulso de búsqueda, actos de afirmación individual o de rebeldía en aquellas sociedades —hijas de la Ilustración— donde los dioses no tienen ya nombre ni rostro ni voz ni sentimientos conocidos.

Esos objetos han sido marcados desde su nacimiento por la mayor de todas las ambiciones: rebasar los límites de la apariencia, de la verdad y de la materia. Han sido imaginados y labrados pensando en la trascendencia o, al menos, en el destino o en la gloria. Fueron concebidos pensando que algún día habrían de encontrar su sitio en un templo o bien en un museo, recintos que tienen la vocación de ser intemporales, de alzarse como diques construidos para resistir la erosión de los siglos.

Cada uno de estos productos del quehacer humano —que puede ser percibido sea como objeto sagrado, sea como obra de arte— representa para su propia tribu (incluyendo las modernas y las postmodernas) una rendija abierta hacia los mundos existentes más allá de las fronteras de lo posible. A esta categoría pertenecen las pirámides, las catedrales y las mezquitas, los sonetos, los frescos y las sinfonías.

En el otro extremo se encuentran los productos cuya vocación es la de ser satisfactores: fabricados para saciar una necesidad, un capricho, una fantasía: objetos diseñados exclusivamente para ser usados, para cumplir una función.

Es probables que, cuando se escriba en el futuro la historia del siglo que nos tocó vivir, se diga que el emblema de esta era fueron precisamente los objetos llamados de consumo, que dieron su forma y su rostro a las sociedades más pujantes de nuestra época, y desde ahí marcaron la pauta de ese nuevo patrón civilizatorio que nombramos provisionalmente el orden de la globalización.

José Ascención García. Collar con motivo de palomas. Lámina de plata cincelada con decoración de filigrana. D.R. © Marco Pacheco/Artes de México.

Cada uno de los objetos pertenecientes a este género ha sido producido en la cadena de montaje; ellos aspiran a ser absolutamente similares entre sí, y desde que fueron imaginados o planeados tenían como destino final el basurero. Todos los geniecillos maravillosos a los que debemos las delicias de confort modernos han salido de una lámpara que no es la de Aladino sino la de Ford y Taylor, y están destinados a la podredumbre o al reciclaje: focos, estufas, frigoríficos, automóviles, aeroplanos, computadoras.

La influencia del modelo que da origen a estos objetos es tan grande que ha producido incluso una arquitectura desechable, básicamente armada con vidrio y acrílico, con metal y cemento. Ella da lugar a un urbanismo también de pacotilla destinado a relumbrar con los logotipos y los anuncios de neón y a perecer con ellos.

Las antiguas dinastías y corporaciones construían palacios y abadías que pretendían durar milenios, a imagen de las aspiraciones del linaje que los edificaba: los actuales corporativos, más realistas —o más mezquinos— buscan sólo el brillo efímero que pueda ser admirado a lo largo de unas cuantas décadas.

Entre estos dos extremos: entre un Arte con mayúscula, voluntarioso y prometéico, y el objeto industrial anodino, deletéreo y fugaz (entre las piezas que aspiran a la gloria del museo y las destinadas al deshuesadero, entre la obra realizada por un creador casi taumaturgo tocado por la gracia de la inspiración y las piezas producidas por las articulaciones mecánicas de un robot o por una mano de obra robotizada) se encuentran los objetos construidos a escala del hombre. Su horizonte es el de las artes de la memoria y de la innovación. Se les llama con frecuencia objetos artesanales.

Ellos no fueron engendrados por algún espíritu temporalmente posesionado de un cuerpo humano (durante el tiempo de la inspiración) ni tampoco por el departamento de producción de una sociedad anónima que decidió su volumen, su forma, su peso y su precio. Fueron fabricados siguiendo el aliento ordinario de los días; su elaboración se inició con lentitud cada mañana y se detuvo habitualmente tarde a tarde hacia el crepúsculo. Durante las fechas de jolgorio o de cosecha, los días de humedad extrema o de sol excesivo, las piezas esperaron pacientemente en la sombra a que alguien volviera a hacerse cargo de ellas.

Pedro Soteno. Maqueta de velorio. Barro. Metepec, Estado de México, 1986. Foto: D.R © Jorge Vértiz, en El Cuarto Rosa de Ruth D. Lechuga. Artes de México/Museo Franz Mayer. México: 2014.

El artesano les dio vida gracias al tacto suave y tibio, con la misma ternura con que Dios engendró a Adán: modelando el barro con sus propios dedos (¿cómo imaginar los dedos de Dios? Sus manos deben haber sido vigorosas y delicadas: las primeras manos de alfarero).

El cuerpo de cada una de esas obras fue surgiendo de la materia inerte a base de caricias. Su belleza existió primero en la imaginación de su hacedor y fue cobrando forma gracias a las horas sin numero en que era deseada, observada, corregida y admirada.

Su artífice influyó en su fantasía y la amó antes de conocerla, y luego, finalmente, la contempló gozoso con la misma satisfacción serena que experimentó el Padre Eterno al atardecer del sexto día.

Hubo más tarde alguien que quiso tenerla cerca de sí, llevarla a su casa. Fue pretendida porque parecía necesaria, pero sobre todo porque era hermosa, y fue elegida entre otras semejantes, señalada; recibió el encargo de hacer eco a algún recuerdo callado, a algún anhelo poderoso y desconocido de su nuevo propietario. Así como había sido su gestación sería su vida: al ritmo de las horas cotidianas, en la quietud del espacio doméstico. Su misión sería dar testimonio del tiempo de una vida.

Estas piezas son heredadas por cariño, no legadas por su precio: van sobreviviendo a lo largo de las generaciones mientras perduran los lazos del recuerdo o algún nexo orgánico con los seres que le dieron vida: su artífice o sus enamorados. Un día, quizá, desaparecerán con discreción en un trivial accidente doméstico e irán siendo borradas lentamente por el viento suave que nos permite olvidar. Pueden también morir la bella muerte de aquellos objetos útiles que terminan su ciclo en un museo: callados, aislados bajo los reflectores, sin riesgos pero también sin caricias, entregados al análisis de los eruditos y a la admiración de los visitantes…

Ésas son las características de una ética del lujo: el triunfo de la disciplina del empeño, un derroche de tiempo y de energía, un gasto sin medida en cuidados y en afecto al servicio de una causa: la belleza.

Los objetos fabricados en serie tienen sólo dos funciones: satisfacer un deseo o una necesidad específica y generar ganancias (el máximo de utilidades con el mínimo esfuerzo); son pues, desde el punto de vista antropológico, solamente bidimensionales.

El trabajo manual de alta calidad, por el contrario —a causa del tipo de implicación afectiva y sensual que requiere para ser fabricado—, posee una dimensión más que inscribe en cada pieza la memoria y la pasión del hacedor, la huella distintiva de su cuerpo y de sus sueños. En la cocina, esa marca se llama sazón; ella hace imposible la copia exacta de dos platillos pero también de dos platones.

Esas piezas no podrían ver la luz sin el aprecio, lleno de admiración, por la obra de esos antepasados casi siempre anónimos en que se inspiran, y que impulsa al artesano de nuestros días a preservar su legado, a hacerlo propio, a reinterpretarlo. (Un impulso semejante al que nos lleva a todos a amar una lengua y tratar de hacerla nuestra con la sola fuerza del cariño.)

Máscara de madera y plástico. Guerrero. CEAPRDL. Foto: D.R © Jorge Vértiz, en El Cuarto Rosa de Ruth D. Lechuga. Artes de México/Museo Franz Mayer. México: 2014.

Tareas de esta naturaleza ni pueden ser llevadas a cabo por manos neófitas o por espíritus apresurados. Las destrezas que le son necesarias no pueden improvisarse. Los pueblos que poseen personas capaces de realizarlas lo han siempre logrado gracias a siglos de acumulación de saberes y destrezas transmitidos a través de las generaciones; porque las labores artesanales requieren de una mano de obra que no sólo sea rigurosa y precisa sino que también esté dispuesta al esfuerzo común, y a un respeto de la valía ajena que no rechace la competencia pero tampoco la endiose. Este respeto excluye el servilismo y la imitación mecánica y está impregnado de curiosidad, abierto a la búsqueda y a la experimentación, a la innovación, al redescubrimiento.

Ha habido en la historia países cuya grandeza y poderío y cuyo esplendor fueron logrados precisamente gracias al aprovechamiento de un capital humano excepcionalmente adiestrado a lo largo de siglos para esos menesteres de la dedicación exigente y de la paciencia creativa, países que convirtieron a la industria del lujo en una verdadera carta maestra de su fuerza y predominio: Francia, China, Italia, Japón… El lugar destacado que ocupan estas naciones en el imaginario universal, sus excepcionales aportaciones al arte y a la cultura descansan en última instancia en el trabajo de sus artífices.

Los grandes logros estéticos de esas potencias culturales no hubieran sido posibles sin contar en cada caso con un pueblo entero de artesanos cuya mirada afilada y cuyos dedos precisos eran capaces de impulsar a los artistas y a los filósofos —con el apoyo de su trabajo y presión de su exigencia— a obtener cada vez mayor rigor, mayor calidad.

En el actual orden del mundo, definido por la extensión aparentemente ilimitada de los intercambios comerciales a escala del planeta, la reacción espontánea de nuestras empresas más dinámicas y de nuestras políticas de crecimiento ha sido buscar la adaptación a las nuevas condiciones del mercado. Para sobrevivir es necesario, sin duda, aprender las reglas del juego de la modernidad global. La solución que se impuso de manera generalizada fue tratar de convertir a los campesinos mexicanos, que vivían al ritmo del sol y de la lluvia, en productores capaces de respirar al ritmo de las máquinas; convertir una mano de obra polivalente, entrenada a la paciencia y la delicadeza, capaz de enamorarse de su propio oficio, en una fuerza de trabajo puntual y eficaz, pero repetitiva y apresurada. La respuesta mexicana a la globalización fue la maquiladora: tratar de transformar a toda una sociedad que contaba entre sus principales riquezas a un contingente numeroso de campesinos y artesanos en una inmensa reserva de mano de obra dispuesta a sustituir a menor precio a las máquinas y a los robots, desmantelar las redes y sofocar las destrezas necesarias a la producción artesanal para reemplazarlas por otras opuestas, indispensables para el trabajo automatizado y la fabricación en serie.

Licorera y taza cacariza de vidrio verde poblano. D.R. ©Artes de México.

¿Era ésa la única alternativa posible? Salvo ilustres excepciones, la mayoría de nuestros empresarios y de nuestros planificadores no advirtió que en el nuevo orden global la necesidad de artículos manufacturados con ternura y parsimonia, con entusiasmo y fervor, es mayor que nunca; olvidó que existe en los grandes mercados de la globalidad una inextinguible demanda de artículos impecables, refinados, exquisitos, hechos por manos excepcionales como la platería de orfebre, las piezas que conjugan las gemas raras y los metales finos, los instrumentos musicales de concierto, la marroquinería de lujo, la gran ebanistería, los textiles preciosos, los objetos indispensables para el servicio de la alta gastronomía, la cerámica decorativa capaz de aposentarse con orgullo en un interior prestigioso.

Nuestros planes de desarrollo no parecen haber prestado suficiente atención a la necesidad existente, en los mercados globales, de productos que sólo pueden lograrse teniendo a favor el tiempo ilimitado, el sentido de la tradición y la calidad intransigente: productos como el champagne o el buen tequila.

Todo esto pudo suceder porque muchos empresarios planificadores olvidaron o nunca supieron —no tenían por qué saberlo— que entre el gusto aristocrático y la sensibilidad campesina existe, como lo señalo con perspicacia Marcel Proust, una complicidad de afectos y sentimientos, de gustos e inclinaciones, de la cual están excluidos tanto las burguesías como las clases medias.

El ejemplo de lo que podría ser una vía mediana entre el inmovilismo pasivo y la destrucción sistemática de todo lo existente en aras de adaptación y de la modernidad podemos encontrarlo en las mejores obras de la artesanía de lujo. Ellas nos recuerdan que la principal riqueza de un país es su población, único destinatario legítimo de su prosperidad, si ésta es real, y cuyo bienestar es la única medida válida del verdadero desarrollo. Estas obras nos enseñan que existen maneras modernas, funcionales y productivas de aprovechar el inmenso tesoro que son las manos de un pueblo.

Candelero de barro. Izúcar de Matamoros, Puebla. CEAPRDL. Foto: D.R © Jorge Vértiz, en El Cuarto Rosa de Ruth D. Lechuga. Artes de México/Museo Franz Mayer. México: 2014.

Sus lecciones llegarán a ser escuchadas si algún día México aprende a mirar esas manos a conocerlas, si algún día es capaz de valorarlas.

La experiencia de algunos grandes países nos prueba que no todo en el mundo contemporáneo deber ser forzosamente maquinismo y consumo chatarra, que existe todavía un espacio muy amplio para otras formas de concebir la relación entre las personas y los objetos, y que hay un lugar sumamente confortable en la escala de la prosperidad económica para aquellos pueblos —y aquellas empresas— que están convencidos de que la buena memoria y el respeto a la tradición pueden constituir un recurso sumamente redituable.

La ética del rigor y la excelencia de la fidelidad y de la búsqueda, del trabajo llevado a su plenitud con paciencia y con entusiasmo, la ética que hace posible el funcionamiento de las manufacturas de lujo puede abrir a nuestro país puertas que sólo nuestro atolondramiento y nuestra desmemoria se han obstinado en mantener cerradas.


Alfonso Alfaro se ha dedicado a la investigación en los terrenos de la antropología del arte y de la historia cultural de México. Es director del Instituto de Investigaciones Artes de México. Fue nombrado Doctor Honoris Causa por las universidades del sistema universitario jesuita de la República mexicana.

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