Mercedes de la Garza

Fotografías de José Ángel Rodríguez.

La palabra del chamán, con su carga mágica, con su fuerza, con su energía curativa, con su musicalidad, es canto destinado a penetrar en los “otros mundos” y dialogar con las deidades; pero esa fuerza es la de la sutileza, la de la fragancia de flores y frutos, la de la levedad, la de lo ilimitado e intemporal, a través de la cual una comunidad aprehende el universo y descifra los designios de las fuerzas sagradas. Ese lenguaje expresa, como dice Pedro Pitarch, “el conocimiento compartido acerca de la naturaleza del cosmos y el origen de la aflicción”.

Los cantos que pronuncian los chamanes en sus diversas ceremonias son definitorios por excelencia del chamanismo, afirma el autor, permiten entablar una relación con el mundo de los espíritus, pero esa relación sólo se consuma cuando el espíritu del chamán logra salir del cuerpo y acceder a los “otros mundos”, que son también incorpóreos. Así, el sueño controlado, el éxtasis o externamiento voluntario del alma, y el canto constituyen una trilogía inseparable que caracteriza al chamanismo en todas las latitudes del orbe.

El autor destaca que los cantos de los chamanes pertenecen a un tipo especial del lenguaje que los tzeltales y otros grupos denominan “palabras antiguas”. Se trata del lenguaje del mito, los ritos, la música ritual, “de la cual —dice Pitarch― los cantos chamánicos representan la versión más estilizada y extrema”. Este carácter especial de las palabras antiguas viene dado por el hecho de que no proceden del mundo ordinario en el que se desenvuelven los humanos, sino del ámbito de lo sagrado, aquello que en lengua tzeltal se denomina ch’ul… y lo ch’ul es una forma de existencia distinta, es el “otro lado”, afirma Pitarch, y es justamente ahí donde se originan los cantos.

A ese “otro lado”, que es en esencia incorpóreo, pues ch’ul significa “sin sustancia tangible”, sólo se puede acceder con el alma externada, con el ch’ulel, palabra que se puede a traducir como “lo otro del cuerpo”, por eso los cantos se aprenden a través de los sueños, cuando el alma abandona el cuerpo para acceder a otras realidades, que nosotros llamaríamos imágenes oníricas. Como dijo el chamán tzotzil Jacinto Arias: “No queda lo que se aprende por la boca, es por el alma que aprendemos. El ch’ulel lo repite en el corazón y sólo entonces lo sabe uno hacer”.


Pitarch nos presenta una excelente apreciación de ese “otro lado”, que se caracteriza por tiempos y espacios distintos a los del mundo corpóreo, tan sutiles como las propias materialidades que constituyen las almas. Tiempos que son simultáneamente pasado, presente y futuro, porque las regiones del sueño y el éxtasis son siempre actuales. Ahí, los chamanes aprenden los cantos, que a su vez, le permitirán una constante liga con los seres sobrenaturales que ahí residen. Así el canto, que tiene un origen trascendente, “es el principal medio de comunicación formal entre humanos y espíritus”, dice el autor. El canto no forma parte de las convenciones culturales, “este dado… no son los humanos quienes hablan este lenguaje, sino que éstos son ‘hablados’ por él”, dice Pedro.“No sólo son un medio de comunicación con los espíritus, sino que ellos mismos son espíritu”, un espíritu que existe “desde el pasado perpetuo y que seguirá estando siempre”, afirma el autor. Por eso, los cantos son fragantes, como el espíritu de las flores, como el espíritu de los frutos y del incienso, y tremendos, como las deidades, que son también espíritus.

¿Cómo se llega a ser chamán? Pitarch ofrece una síntesis de ese camino, que no es vocación, sino decisión de las deidades. Algunos hombres y mujeres reciben el “don”, que es un mandato de los dioses para que el individuo se convierta en chamán; el don es, por supuesto, también transmitido en los sueños, muchas veces desde la niñez, aunque puede también manifestarse, en diversas comunidades, en algunos rasgos corporales, como dos remolinos en la espalda y ojos claros, o por la capacidad del individuo, cuando es feto, de salirse a voluntad del vientre de su madre y regresar a él.


En la mayoría de los casos, el don debe aceptarse, pues de no ser así, la persona enfermará y morirá. Entonces se inicia la recepción de los cantos, del conocimiento de las plantas sagradas, de otros métodos curativos y del control de los sueños o sueños lúcidos (como se han llamado en la cultura occidental), para internarse en el “otro lado”, en los “otros mundos” y poder así curar, proteger la vida y solucionar varios tipos de problemas. Algunos chamanes, entre los nahuas por ejemplo, en estado de éxtasis, o sea, con el alma separada del cuerpo durante la vigilia, penetran en el interior de los cuerpos de los enfermos para “ver” ahí la causa de la enfermedad.

Pedro Pitarch presenta aquí seis cantos de tres tipos, cada uno precedido de una breve introducción. Hay cantos dedicados a curar enfermedades del cuerpo: como los poxil, que se dirigen a partes concretas del cuerpo, en las que las palabras maléficas, personificadas, se instalan produciendo una enfermedad; ésta personificación es una peculiaridad descubierta por Pedro Pitarch entre los tzeltales y tzotziles llaman al chamel, “mal echado” a través de una maldición emitida con una gran fuerza mágica.

Pero la personificación de las palabras explica muy claramente ese daño, así como las palabras pronunciadas para curarlo, que tienen la misión de introducirse en el cuerpo del enfermo para extraer al “texto intruso”. Estas palabras hablan a la palabra-enfermedad, amenazándola. Y ello comprueba que es la propia palabra del maleficio personificada, a la que hay que echar del cuerpo. Por ello, afirma Pitarch, “el tratamiento es un conflicto textual”. De este tipo de cantos, se incluye en el libro el que busca curar la locura, sokol jolobel, o “desintegración de la cabeza”.

Muy conmovedor es el canto Poxil Alajel, Nacimiento, que se pronuncia para ayudar a una mujer a parir. El mal fue producido por un pale, sacerdote católico considerado como un ser maléfico. Es de destacar que aquí no se habla a la madre, sino al bebé que no puede nacer. Y se ponen palabras en boca del propio bebé.


Otros males afectan al cuerpo concebido como una totalidad, los ch’abatayel. Son enfermedades ocasionadas por “las emociones de los espíritus que sienten ira o rencor contra los humanos”. No se trata aquí de expulsar a un texto intruso, sino de convencer a las palabras para que abandonen el cuerpo. Por ejemplo, la enfermedad Choj, Jaguar, el animal que en su piel trae escritura. El mal se manifiesta con manchas rojas y negras en el cuerpo, que semejan la piel del jaguar. Es dañino porque “la escritura es la necrosis del lenguaje”, dice Pitarch, por lo que esta enfermedad ha sido contagiada por los textos cristianos.

El rechazo a los textos escritos se debe a que los cantos siempre son distintos, son seres vivos, se ajustan a cada curación, al pulso del paciente y otras circunstancias. “Cuando son transcritos”, dice Pedro, “los cantos quedan inmovilizados”. Otra de sus peculiaridades es que son compulsivos y repetitivos, pues su duración e intensidad “permite una acumulación de fuerza” para lograr la curación.

En un extraordinario texto colonial maya yucateco, El ritual de los Bacabes, que contiene cantos curativos escritos con un complejo lenguaje simbólico, hallamos muchas de las características que Pedro Pitarch destaca en los cantos tzeltales. Ahí la enfermedad es acosada, insultada con las peores palabras; se le habla como a un ser vivo; se le amenaza para que abandone el cuerpo, y es esa fuerza mágica de la palabra sagrada, que se ha de cantar con una determinada entonación, la que expulsará al mal. Ello nos habla del origen prehispánico de las curaciones chamánicas.

El canto denominado “Rencor de las almas muertas”, que se incluye en el libro de Pitarch, tiene como finalidad alejar al alma de un muerto de su casa y de su familia, y propiciar que se vaya al más allá: se trata de una emoción contagiosa de rechazo a la muerte que se apodera del cuerpo de los vivos. En algunas otras comunidades se piensa que el muerto no se ha dado cuenta de que se murió y quiere quedarse.


Otros cantos que fueron “inmovilizados” en el libro de Pedro tienen como finalidad curar una de las enfermedades más comunes del mundo mesoamericano: la “pérdida del alma”, ocasionada por espíritus hostiles que la robaron durante el sueño. Primero se ha de localizar el lugar donde se perdió el alma o fue robada, y los cantos deben negociar su liberación, a veces ofreciendo un gallo o una gallina negros a los raptores a cambio del alma. En muchos casos, se habla al alma misma exhortándola a que regrese. Por ejemplo, el canto denominado “En el cascabel de una serpiente”, que se refiere al sitio en que han colocado al alma del enfermo.

Fotografías de José Ángel Rodríguez.

El libro concluye con un reconocimiento a los rezadores que permitieron a Pedro Pitarch grabar sus cantos. Ellos aparecen como los autores, aunque sólo se consideran depositarlos.

En fin, en este bello libro, editado por la prestigiosa editorial Artes de México, Pedro Pitarch nos muestra su extraordinaria capacidad de apertura, de penetración en el mundo de los cantos chamánicos, en el de las almas tzeltales, con su propia alma abierta, si no es que separada del cuerpo. Los chamanes de Cancuc se dieron cuenta de que el alma de Pedro fue tocada por los cantos, por eso sus informantes le preguntaban si había soñado, pero él asegura que nunca soñó, por lo que no puede poner en práctica lo que aprendió. Pero aquí sí logra comunicar la profunda significación de ese esencial aspecto del chamanismo mesoamericano, la palabra fragante, que, como la poesía, es capaz de llegar hasta el “otro lado”, “hasta lo más profundo y esencia del ser”.

 

La palabra fragante. Cantos chamánicos tzeltales.

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