José Luis Trueba Lara

Anónimo. De español y negra, mulata. Nueva España, siglo XVIII. Foto cortesía del Museo de América, Madrid, en Artes de México, núm. 105, Chocolate II, México, 2011.

El cacao y el chocolate son pecaminosos. En el siglo XVI y los primeros años del XVII, cualquier sacerdote de buen juicio tendría justificadas razones para sospechar que éstos se encontraban entre las posibles causas de tres de los siete pecados capitales que emponzoñaban las almas de los habitantes del reino: la avaricia, la lujuria y la gula de los antiguos mexicanos y los flamantes novohispanos quizás estaban relacionadas con ese grano y esa bebida. Es cierto, en los textos de los cronistas de Indias, en los libros que dan razón y cuentan de las peculiaridades del Nuevo Mundo, y en las obras de teología existen improntas de esa mirada que atisbó vestigios luciferinos.

A pesar de la posibilidad endemoniada, los preocupados autores de aquellos textos —siempre lejanos de los avariciosos, los lujuriosos y los golosos que se regodeaban con el cacao y el chocolate— nunca tuvieron el valor suficiente para publicar una condena absoluta. En el fondo, el cacao y el chocolate no eran tan peligrosos como los hongos, el peyote o el pulque que usaban los adoradores del Diablo, como podemos ver en el Tratado de hechicerías y sortilegios de fray Andrés de Olmos. Justo por esto, la prohibición de su consumo podía quedar pendiente, aunque la preocupación por algunos hechiceros de poca monta y los excesos de sus degustadores se mostrarían en más de una ocasión. No en vano, muchos sacerdotes trataron de evitar que se bebiera chocolate durante la misa, y tampoco fue casual que, en 1636, la viuda de Juan González imprimiera la Qvestión moral si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico de Antonio de León Pinelo, una obra que —al decir de uno de los dictaminadores eclesiásticos que autorizaron su publicación— contribuirían a la observancia de las penitencias, “porque ha tiempo que nuestros pecados sólo contribuyen al quebrantamiento de la norma”.

Cacao-Theobroma. D.R © Eugenia Marcos, 2002. Foto: D.R. © Marco Pacheco, en Artes de México, núm. 105, Chocolate II, México, 2011.

A golpe de vista es difícil suponer que el cacao pueda llevar a los hombres a la avaricia. Nada más lejano de nuestra idea de riqueza que los oscuros granos que se transforman en chocolate. La avaricia —estaremos de acuerdo— es un pecado con prosapia y lejano de los alimentos: versículo tras versículo, los evangelios sostienen que la pobreza garantiza la obtención de un buen lugar en el Reino de los Cielos. Si bien es verdad que la prédica de esta virtud atraviesa los Evangelios, el autor de la primera imagen de la avaricia como pecado capital fue Pablo de Tarso, quien no dudó en señalar que “la raíz de todos los males es el afán de dinero”. Así, con esta idea en la cabeza, los teólogos cristianos se aprestaron a combatirla, pues la avaricia —agazapada en la frugalidad y el propósito de proveer— confunde a los hombres haciéndolos suponer que sus acciones son virtuosas. sim darse cuenta, como advierte Prudencio en su Psicomagia, de que “el malvado demonio encuentra en ellos alegres víctimas, felices de vivir con sus cadenas”.

Si los nexos entre la riqueza y la avaricia son indubitables, los vínculos entre el cacao y este pecado también lo son. Tan es así, que Pedro Mártir de Anglería en sus Décadas del Nuevo Mundo señaló esta unión de una manera precisa:

“[Los habitantes del Nuevo Mundo] tienen dinero y yo lo llamo así por [la] avaricia y [la] usura con que se busca obtenerlo, [aunque] para ello no es necesario abrir las entrañas de la tierra, ni acudir a los hombres avariciosos que lo poseen y lo codician […]; [los indígenas] tampoco corren el riesgo de perderlo en la guerra, ni de que vuelvan a los antros de la tierra y a las cavernas […] como lo fazen el oro y la plata. No es dinero riesgoso, pues crece en los árboles.”

En efecto, las almendras del cacao eran moneda de curso corriente en el México antiguo y sus equivalencias —aunque nunca han quedado del todo claras— se muestran en una gran cantidad de documentos del siglo XVI; Sophie y Michael D. Coe nos dejan ver que con un grano de cacao podía comprarse un aguacate maduro, un jitomate de buen tamaño, un zapote grande o un tamal. […]

Luisa Ana de Borbón-Condé, mademoiselle de Charolais. Charles-Joseph Natoire, siglo XVIII. Foto cortesía de RMN-GP/Château de Versailles/Gérard Blot/Christian Jean, en Artes de México, núm. 105, Chocolate II, México, 2011.

Los primeros cristianos —con Pablo de Tarso y Agustín de Hipona a la cabeza— aborrecían la lujuria y pronto la convirtieron en pecado capital. Según ellos, los cuerpos entrelazados eran una afrenta a Dios, pues los amantes inexorablemente divinizan a sus parejas, y eso abría la posibilidad de que sus almas se perdieran por desobedecer el primer mandamiento establecido en el Éxodo: “no tendrás dioses ajenos”. Así, la única excusa que podía tenerse para la actividad sexual era la procreación, aunque ella también tenía sus riesgos: debía realizarse sin deseos ni ansia de placer, y los hijos tampoco debían ser más amados que Dios. Por obvias razones, todo lo que incitaba a la lujuria —lo mismo la pornografía que los afrodisíacos— debía ser perseguido a sangre y fuego.

En cuanto al cacao y el chocolate, el Demonio enseñó los cuernos en la segunda mitad del siglo XVI y ambos —junto con algunos otros productos de las Indias— revelaron su verdadera y lúbrica naturaleza. Francisco Hernández, el protomédico del rey Felipe II que llegó a Nueva España en ese momento, descubrió que si al chocolate se le agregaban hueinacaztli, tlilxóchitlmecaxóchitl, la bebida se convertía en un afrodisíaco de cierta efectividad. Pero, contra lo que podría suponerse, este hallazgo no fue tan peligroso: el cacao y el chocolate puro no exaltaban los apetitos carnales. Por lo tanto, para salvarse de la lujuria bastaba con tomarlo derecho o sin las especies que lo convertían en una bebida luciferina. Los novohispanos —cuando menos de momento— podían vivir casi tranquilos: el chocolate que se servían a la menor provocación no necesariamente los llevaría al templo de Venus, aunque con toda seguridad sí los conduciría al infierno debido a la avaricia y la gula. […]

El miedo. Nöel Le Mire, siglo XVIII. Foto cortesía de Sterling and Francine Clark Art Institute, Massachusetts, en Artes de México, núm. 105, Chocolate II, México, 2011.

La gula es peligrosa. Aunque comer es indispensable para la vida, el exceso en las viandas y las bebidas siempre pone en riesgo el destino del alma, pues en palabras de Geoffrey Chaucer, la tripa llena “aviva y atiza el fuego de la lascivia”. En efecto, ningún cristiano temeroso del más allá podría negar que Thomas de Kempis tenía razón al afirmar que “cuando el estómago está lleno de comida y bebida hasta reventar, el libertinaje llama a la puerta”.

Pese a estas recomendaciones, los novohispanos, cuando menos los poderosos y los acomodados, nunca pensaron en la medianía al comer y beber: lo suyo era la gula que contrastaba con los enflaquecidos cuerpos de los miserables y los religiosos que optaron por martirizarse a fuerza de hambres. Las imágenes de sus excesos alimenticios —con chocolate incluido— no son difíciles de encontrar, por ejemplo, en el libro que Thomas Gage escribió a mediados del siglo XVII se cuenta que, después de

“dos o tres horas de haber hecho una comida, en la cual nos habían servido tres o cuatros platos de carnero, vaca, ternera, pavos y otras aves y animales de caza, no podíamos estar de debilidad de estómago y casi nos caíamos de desmayo, de modo que nos veíamos precisados a reconfortarnos y reponernos con una jícara de chocolate, un poco de conserva y algunos bizcochos”. […]

El horror por la gula chocolatera fue incontenible: los clérigos prohibieron que se tomara durante las misas y la polémica sobre su papel en el ayuno comenzó con tambores batientes: la bebida no podía poner en riesgo la penitencia de los novohispanos —advierte Antonio de León Pinedo— que se atrevían “a beber chocolate en los días de ayuno sin valerse de […] causa o cautela”. Algunos golosos —con ganas de justificar su peligroso proceder— sostenían que tomarlo les hacía provecho, otros estaban convencidos que les era necesario para soportar las privaciones, y unos más sólo lo bebían “claro y en poca cantidad”. […]

Theobroma cacao. D.R. © Eugenia Marcos, 2011. Foto: D.R. © Marco Pacheco en Artes de México, núm. 105, Chocolate II, México, 2011.

Han pasado casi quinientos años desde la primera vez que el Demonio se mostró en el cacao y el chocolate. Hoy, muy pocos creen en él y las discusiones de aquellos tiempos se miran como una curiosidad, como los vestigios arqueológicos de un discurso y una mirada que nada tienen que ver con la nuestra. Sin embargo, la gula aún ronda al chocolate, sólo que, en vez de perder su alma, los pecadores enfrentan castigos mucho más complejos y sutiles: sus actos no ofenden a Dios, pero su transgresión es una “afrenta para los actuales patrones de belleza y salud, el precio del pecado ha cambiado y actualmente implica una versión del infierno en la tierra: la compasión, el desprecio y la repugnancia de los demás mortales”, diría Francine Prose en su libro sobre la gula.


José Luis Trueba Lara es escritor, editor y profesor universitario. Estudió sociología, filosofía de la ciencia, historia y ciencias políticas. Entre sus libros se encuentra La vida y la muerte en tiempos de la RevoluciónLa derrota de DiosMiedo absoluto.

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