La charrería como emblema de un México soñado

José Acévez

D.R. © Fotografía: Jorge Vértiz.

Si nos remontamos al estereotipo del mexicano en el siglo XX (previo al auge de los colores y las formas recurrentes de la cultura popular, como la lucha libre y las pinturas de Frida Kahlo), hay tres elementos que resultan imprescindibles: un caballito de tequila, un buen son de mariachi y el sombrero de charro. ¿Cómo fue que esta cultura del occidente, en especial de Jalisco, se instauró como la imagen reconocible de México hacia el interior del país y también hacia el mundo? En el número 50 de la revista Artes de México, diversos autores, entre historiadores, críticos de arte y antropólogos, hacen un análisis detallado de la charrería desde su historia cultural; es decir, nos ayudan a entender este deporte nacional como una tradición. La directriz de la edición es planteada con perspicacia en dos pregunta provocadoras en la carta editorial de Margarita de Orellana: ¿cómo logrará sobrevivir la tradición de la charrería en esta particular modernidad mexicana?, y, ¿hasta cuándo la figura del charro seguirá siendo un símbolo de mexicanidad?

D.R. © Carl Nebel. El hacendado y su mayordomo. 1840. Litografía acuarelada.

Para entender la suerte del charro como representante de la identidad nacional, primero se hace un recuento histórico de su figura. En el primer artículo, “La charrería en el imaginario nacional”, la socióloga Cristina Palomar nos narra las dimensiones éticas y simbólicas del charro tomando como punto de partida una de sus cunas míticas: los Altos de Jalisco. En su recuento, la investigadora nos da algunas claves para entender los fundamentos de la charrería como institución social: una práctica criolla que surgió con el desarrollo de la ganadería ocurrido a partir de la llegada de los españoles en el siglo XVI. Aquí nos narra cómo su consolidación como deporte e institucionalización fue resultado de un hecho paradójico: fue consecuencia del reparto agrario posrevolucionario que llevó a los exhacendarios a dejar sus latifundios para trasladarse a las grandes ciudades, lo que convirtió sus actividades ganaderas tradicionales en un deporte: “las faenas del campo elevadas al rango de las artes”. Esta cultura se asentó y consolidó en la región de los Altos jaliscienses debido a su pasado colonial, donde la propiedad quedó dividida en ranchos dedicados en su gran mayoría a la crianza de ganado, y donde la agricultura resulta difícil debido a la precariedad del terreno. En esta región, a la vez, preponderó el régimen de propiedad privada; hubo una fuerte presencia del sinarquismo (que en gran medida desactivó el potencial agrarista de la región), una ausencia de comunidades indígenas y una presencia dominante del catolicismo. Esta conjunción de características definen en gran medida los rasgos identitarios de los hombres charros: hombres de palabra, de honor, recios, hacendosos, individualistas y con una división del trabajo fundamentada en las relaciones familiares. Así, la autora retoma lo planteado por el antropólogo Guillermo de la Peña para asegurar que la figura charra se afianzó como símbolo nacional a principios del siglo XX, cuando el pueblo mexicano pudo ser imaginado desde el mito del mestizaje: un personaje étnico nuevo que funcionó como puente entre los criollos, españoles e indígenas. Un personaje enteramente mexicano, un “charro”.

D.R. © Cartel de la segunda edición de Allá en el Rancho Grande, dirigida por Fernando de Fuentes en 1949 y protagonizada por Jorge Negrete

Por otro lado, Palomar hace en otro artículo un interesante análisis de la realidad charra para las mujeres. A partir del lema de la asociación Charros de Jalisco, “patria, mujer y caballo”, la autora interpreta el papel de la mujer en este deporte exclusivo para los hombres como el de la preservadora de la tradición, alejada de cualquier erotismo y voluntad de competencia. La autora critica el estereotipo que se trabajó en el cine mexicano donde retratan al charro como un macho vulgar, y asegura que su actitud hacia la mujer es caballerosa y protectora, ya que, en su imaginario, la mujer es investida por la beatitud de la maternidad, de quien dependía la reproducción y mantenimiento del universo simbólico charro: “la mujer es charra por sus vínculos familiares con los charros”. Sin embargo, este carácter no es inmóvil ni estéril, y como narra la socióloga, en 1950, en los tiempos que se obtuvo el derecho al voto femenino, la inquietud de participación en el mundo charro por parte de las mujeres, más allá del resguardo familiar, llevó a la creación de un territorio cerrado exclusivamente para ellas: las escaramuzas. Este deporte de reciente creación es aún cuestionado por muchos miembros de la comunidad charra, lo que tiene que ver, según la autora, con fortalecer “las fronteras de género para impedir que el modelo de masculinidad sufra alguna fisura por la que puedan colarse sospechas sobre su integridad”.

D.R. © El Chaflán y Jorge Negrete en Ay Jalisco, no te rajes, de Joselito Rodríguez, 1941

Posterior a una lectura más sociológica e histórica de las comunidades charras, el número presenta tres textos muy sugestivos que profundizan sobre cómo fue que el charro se convirtió en un estandarte de la identidad nacional en el siglo XX. Mucha de esta exaltación nacionalista se debió a la realidad mítica que se creó en las industrias culturales de mitad de siglo, en especial el cine, que tuvo un papel preponderante para concebir la sociedad del México posrevolucionario. En “Yo soy mexicano, mi tierra es bravía”, la historiadora Tania Carreño King trata de dar algunas pistar para reconocer cómo es que el charro que vive en la mente de las mayorías tiene poco que ver con el jinete campirano, y que su representación se debe a la mente de cineastas, guionistas y compositores, quienes hicieron de la hacienda jalisciense la sede de un México ancestral, el escenario que rodeaba toda canción ranchera, y del charro un celoso guardián de una tradición mexicana generada después de 1910. Como pregunta atinadamente la autora, ¿qué relación guardan estos prototipos de héroes nacionales con los que hoy continúan la tradición? Las ideas de la historiadora se complementan con la aguda mirada de Juan José Doñán, un historiador jalisciense, quien asegura que la consagración del charro sucedió en un momento de radical nacionalismo posterior a la Revolución, cuando el país debía generar nuevas referencias simbólicas que dieran sentido mítico a lo que se consiguió posterior al conflicto armado. El ojo crítico del autor se posiciona, además, en una duda por más provocadora: ¿cómo es que el símbolo nacional posrevolucionario se emparentó con el régimen porfirista, al engalanar a quien representaba la “plutocracia del campo”? Así, el autor hace un recuento puntual de personajes y películas, desde Jorge Negrete hasta Allá en el rancho grande, que nos llevaron a establecer la charrería como una mitología, ante propios y extraños, que definieron a México como sociedad. Por último, Alfonso Morales Carrillo hace un análisis sintonizado con las lecturas de los dos escritores anteriores, donde reflexiona cómo el charro fue una figura tan recurrente en el imaginario popular que transgredió los límites de las faenas ganaderas y su retrato cinematográfico para ser parte de una polisemia más bien paródica.

D.R. © Abel Quezada. El charro Matías. Excélsior. 9 de julio de 1958

La edición se complementa con fragmentos de obras pictóricas, literarias y fotográficas que engalanan los análisis y nos llevan a involucrarnos con el mundo charro desde una contemplación más sensible. Resulta pertinente y sagaz leer esta publicación ante un horizonte simbólico en México que no se conecta con lo dictado posterior a la Revolución, así como una realidad social que ya no está en transición (el cambio demográfico entre el campo y la ciudad fue un elemento primordial para conectar con la figura del charro a todos los que vivían entre ambas realidades). Muy al contrario, el México de hoy se encuentra ávido de símbolos que respondan a su realidad urbana, en constante migración transnacional, en despojo de respuestas políticas y en un abismo cultural dominado por violencias y desigualdades.

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