Lo hermoso es el principio de lo terrible

Luisa Manero Serna

Foto: D.R. © José Antonio Martínez, en Todo ángel es terrible, colección Luz Portátil, Artes de México, 2006.

El libro —titulado según el poema de Rainer María Rilke— realizado por el fotógrafo José Antonio Martínez y la escritora Ethel Krauze, nos conduce por el camino de sus hojas al momento en que se anuncia el tiempo nocturno.

A imitación de los dos rostros del día, el libro presenta dos cuerpos: el de la palabra —literario—, y el de la imagen —fotográfico. El primero alude al lenguaje de los pájaros, y con ello nos lleva al terreno de la exuberancia sensorial. En éste, según es construido por Ethel Krauze, no hay divisiones entre las distintas sensaciones: el calor se confunde con el sonido —“el calor se levantaba de la tierra en suaves vibraciones, casi sonoras esas ondas vibrantes”—, el sonido se mira y se toca —“Juan sintió de pronto que podía ‘ver’ esos acordes en el pentagrama del cielo, incluso habría podido ‘tocar’ las estelas de las notas si hubiera forma de alcanzarlas”—, y la opulencia del canto está tatuada en la variedad de los plumajes coloridos.

Foto: D.R. © José Antonio Martínez, en Todo ángel es terrible, colección Luz Portátil, Artes de México, 2006.

En este universo regido por lo que algunos llaman sinestesia tampoco hay límites entre lo animal y lo humano: el protagonista adquiere las costumbres de las aves —chifla, merodea por las flores y se suspende en el aire, auxiliado por su hamaca, en contemplación—, y los pájaros vuelan, comen y copulan al ritmo de un canto que fue suyo, pero que ha pasado por la voz de un hombre. Es como si animales y personas nunca se perdieran de vista, y en ese observarse mutuamente olvidaran sus diferencias.

La palabra, así como la superabundancia de los sentidos, se detiene abruptamente. El texto literario queda suspendido justo antes de formular la última frase. Ese momento preciso, ese respiro, marca el inicio de la serie de fotografías de José Antonio Martínez. Las imágenes pueden ser entendidas como el último enunciado de la narración. Esa es una posibilidad de lectura. Pero también cuerpo lingüístico y cuerpo fotográfico pueden ser pensados como dos universos independientes, sólo asociados entre sí mediante el contraste: el sonido de la palabra se enfrenta al mutismo de la imagen, el animal adornado por su propia canción se opone a la brutal desnudez del cadáver. Juntos, los dos cuerpos son el día y la noche de los pájaros.

Foto: D.R. © José Antonio Martínez, en Todo ángel es terrible, colección Luz Portátil, Artes de México, 2006.

Encuentro una tercera forma de vincular los dos discursos. El texto literario, al sumirnos en el mundo de la sinestesia, es decir, de la comunicación entre las distintas formas de sentir, nos predispone a una manera particular de percibir y entender las fotografías. En cada una de ellas hay un contraste entre el colorido del ave —de su plumaje y de su piel amoratada— y lo llano de los fondos que varían entre el blanco, el negro y el gris. El observador, influido por la narración, se ve arrastrado a concentrar todos los sentidos en la percepción de uno —el de la vista. El contraste visual, en consecuencia, nos evoca el mismo que hallamos entre el sonido y el silencio, entre el calor y el frío, y finalmente, entre la saturación en todas sus formas perceptibles y el vacío en todos los modos en que lo imaginamos.

Al mirarlas desde este punto de vista, las fotografías nos remiten, tanto por su objeto como por su composición —un cuerpo rodeado de nada— a una noción muy antigua de entender el fenómeno de existir: la vida como, simplemente, la capacidad de sentir; y la muerte como “ser” sin sentir nada. Las imágenes nos enfrentan entonces con las dos anunciaciones, las dos destinadas al mundo y las dos que, como un mundo en pequeño, cada cuerpo carga. Cada fotografía representa un ser —el ave— y todos los seres. Al mirarlas nos repetimos, con el paso de las hojas: “Todo ángel es terrible, todo ángel es terrible”.

Foto: D.R. © José Antonio Martínez, en Todo ángel es terrible, colección Luz Portátil, Artes de México, 2006.

¿Por qué vernos a nosotros mismos a través de los pájaros? ¿Por qué al clavar los ojos en las fotografías olvidamos, tal como ocurre en el cuento, la diferencia entre uno mismo y las aves que nos muestran? A mi parecer, es por el canto. Porque cada mañana, cuando estamos casi despiertos y aún no recordamos nuestro cuerpo y nuestro tiempo, escuchamos de pronto un pájaro y decimos: “Ah, estoy vivo”. El canto de los pájaros es la voz de la vida. Un pájaro muerto deja un vacío atroz que es conquistado por el silencio. El silencio, tal vez, es la forma que toma la voz del ángel. La forma de las anunciaciones. “El silencio —dice Krauze— era tan perturbador que la gente no podía encontrar reposo”. El silencio puede ser aún más terrible que juntar todos los ruidos.

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