Cristina Palomar Verea

Lolita Vidrio Beltrán, primera reina de Charros de Jalisco, ca. 1922. Fotografía de Jorge Vértiz, en número 50 de Artes de México, Charrería, 2000.

La socialización en el mundo charro depende, de manera fundamental, de la participación de las mujeres, entendidas siempre como madres de familia, responsables de su sostenimiento y de donde se deriva el alto valor que los charros dicen reconocerles.

El charro siempre habla de la mujer con respeto y, a pesar del estereotipo difundido por el cine mexicano que lo retrata como un macho vulgar, su actitud hacia la mujer es caballerosa y protectora pues, en su imaginario, ésta conforma una idea de alguna manera opuesta a aquella de las damas de las aventuras caballerescas cantadas por los trovadores. La mujer charra aparece despojada de toda referencia erótica y, más bien, es vista como una figura investida por la beatitud de la maternidad; en su papel de reposo del guerrero, de ella depende la reproducción y el sostenimiento del universo cotidiano y simbólico de las familias charras. Los despliegues de romanticismo charro, por otro lado, no se dirigen a las mujeres sino más bien a su tierra y a sus animales: la abundancia de corridos, poemas y otros arrebatos líricos del mundo charro ilustran floridamente este punto.

Es sabido que la separación de género en la práctica social conlleva profundos sentimientos de identidad y autoafirmación. Aparentemente, no hay entre los charros el menor equívoco al respecto: la identidad de género estriba en mantenerse dentro de los ordenamientos sociales construidos con estos fines. Los charros asignan para cada sexo lugares, espacios y actividades específicas. No se trata de una limpia separación de las categorías femenino y masculino, sino más bien, de un juego muy dinámico al interior de cada uno de los dominios establecidos. Estos dominio son puestos en escena en la fiesta charra que es considerada, en la ejecución de las suertes, territorio estrictamente masculino: es un deporte de hombres.

José Bustamante. Charrita, ca. 1945, colección Alfonso Morales, en número 50 de Artes de México, Charrería, 2000.

La mujer es charra por sus vínculos familiares con los charros, no porque practique la charrería, ámbito que le es totalmente vedado, pues es impensable una competencia que implique la diferencia sexual. En la fiesta charra ellas están sentadas en las gradas, en tanto esposas y madres de familia, apoyando con su presencia el desempeño de sus hombres y también mostrando el reconocimiento que hacen de su valor y hombría.

Sin embargo, hacia 1950, en los tiempos que se obtuvo el derecho del voto femenino, la inquietud de participación por parte de las mujeres llevó a la creación de un territorio cerrado específicamente femenino en el mundo charro: la escaramuza. Dice una mujer charra:

“es un deporte de hombres en un noventa por ciento. Algunas mujeres calan, pialan o lazan, pero no compiten. Es un deporte que empezó hace tiempo, cuando la gente era distinta: la mujer estaba en su casa y nada más. Además, es rudo: subirse a un toro, la soga quema, se necesita mucha fuerza. A los charros no les gusta. Yo no lo veo mal”.

En opinión de un charro jalisciense,

“la mujer tiene su lugar muy especial dentro de la charrería, es la que le da sabor, es la que le florea, es la que viste un evento charro; antes nada más se vestían de adelitas y montaban a caballo, ahora ya compiten, ya participan muy directamente en los festejos. La escaramuza es un complemento muy bonito en un festejo charro”.

Desentis Jr. Conjunto charro, colección Alfonso Morales, en número 50 de Artes de México, Charrería, 2000.

Así, la escaramuza es dentro del mundo charro un territorio exclusivamente femenino: las escaramuzas charras. Antes de su aparición, los estatutos de la Federación de Charros contemplaban la participación de las mujeres de dos maneras: como reina de la federación —para lo que se requería ser hija de un socio activo, tener al menos 18 años y contar con cabalgadura y arreos a la usanza charra— y como integrante de los comités de damas, formado por “las señoras esposas de los miembros del Consejo Directivo Nacional” que atienden las necesidades “domésticas” de la federación: ornamentación, atención a invitados, preparación de fiestas.

Los primeros intentos de la mujer por participar directamente en la charrería tuvieron lugar a principios de la década de 1940, con la reina de la Asociación Nacional de Charros, Rosita Lepe, y más tarde con Guadalupe Fernández de Castro. Ambas cabalgaban al frente de las columnas de sus asociaciones en los desfiles. Después, algunas mujeres comenzaron a mover los caballos a “mujeriegas” e incluso se presentaron en los jaripeos calando un caballo. El maestro Luis Ortega Ramos diseñó inicialmente la escaramuza para los niños, pero con el tiempo la llegada de más mujeres desplazó a éstos y lo que se llamaba “carrusel charro” pasó a ser una escaramuza: conjunto de ejercicios ecuestres que, a manera de carrusel, realiza al galope un grupo de niñas y muchachas vestidas de rancheras y montadas al estilo mujeril. El número es muy llamativo por el ritmo, el valor, la precisión y la habilidad que las jinetes despliegan.

India bonita y bravía pero dulce y femenina, Lito juventud (ed.), ca. 1950. Fotografía de Gerardo Hellión, en número 50 de Artes de México, Charrería, 2000.

Las escaramuzas tienen rigurosos reglamentes respecto a la indumentaria, las reglas de los concursos de presentación y la calificación en competencias oficiales de las damas charras federadas. En el Rancho del Charro de la Ciudad de México tuvo lugar, en 1953, la primera escaramuza charra, quedando formalmente incorporada a la Federación Charra.

En este punto debe hacerse notar que es la estética lo que determina el dominio de restricción de lo femenino. La belleza y el valor ornamental de la escaramuza justifican la presencia de las mujeres, no así competencia, despreciada como un valor “femenino”. Existe, además, una gran ambivalencia en los juicios sobre las escaramuzas: mientras algunos consideran que no son necesarias, que “distraen” de lo sustancial de la fiesta, varias asociaciones tienen una escaramuza, normalmente formada por las hijas y hermanas de los socios.

Dice un charro que se opone a esta modalidad,

“vienen otro tipo de conflictos deportivos, ya no es la parte bonita, ya es el estorbo. En alguna parte de los reglamentos se estableció que la escaramuza debía entrar a media charreada, pasando el coleadero, pero a muchos charros no les gusta porque nos enfría, nos baja las pilas”.

Es interesante notar que en el panorama nacional, Charros de Jalisco es la única asociación que nunca ha tenido equipos de escaramuzas , debido a la supuesta naturaleza conflictiva de las mujeres y la necesidad de protegerlas, dada su fragilidad, como afirma uno de ellos:

“Tratar con la mujer es muy difícil en este tiempo. Si la asociación tiene un compromiso y ella se enoja con el novio o el papá la castigó, ¿quién va a cumplir el compromiso? Aparte, sí es peligroso; con nosotros montan a caballo muy bien, hacen sus movimientos pero no en plan de competencia. Por tradición, incluso a las mamás no les gusta, pues ellas tampoco fueron escaramuzas”.

Luz María Barba y Barba, reina de los Charros de Jalisco, 1955. Colección familia Barba y Barba. Fotografía de Jorge Vértiz, en número 50 de Artes de México, Charrería, 2000.

Las escaramuzas tienen, por lo tanto, espacio, tiempo, reglamento e himno propios. Las acciones y los signos puestos en juego en la charrería son medios para probar la hombría y resguardar la identidad masculina. Lo interesante es que estos valores de género, ingenuamente atribuidos a uno u otro sexo, tienen movilidad y las fronteras entre ambos se muestran flexibles y hasta confusas: las mujeres tienen que mostrar valores “masculinos” al realizar la escaramuza, mientras que los varones exhiben —a veces involuntariamente— valores “femeninos”, como ilustra la siguiente anécdota: “El charro que coleaba y tumbaba redonda, se acercaba a que las muchachas le pusieran su banda de colores. Cuando no tumbaba, lo esperaba una falda amarilla con olanes rojos, un rebozo y bailar un jarabe. Era simpático”.

La fiesta charra puede verse, pues, como representación de un mundo de valores y normas donde el esquema de género es fundamental. Al igual que en otros cotos masculinos, existe una actitud fóbica ante lo femenino, temiéndolo tanto que cualquier vestigio suyo es visualizado únicamente como fuera de su territorio. Es decir, si lo femenino existe solamente en la mujer, basta con cerrarle la puerta de ciertos espacios sociales, o construirle un dominio cerrado, fortaleciendo así las fronteras de género para impedir que el modelo de masculinidad sufra alguna fisura por la que pueda colarse sospechas sobre su integridad.

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