Dominique Duffetel

Panorama de México a Puebla. Mapa de Balbuena, en número 20 de Artes de México, Xochimilco, 2008. D.R. © Secretaría de Cultura-INAH-Museo Nacional de Historia.

El paisaje de las chinampas era un paréntesis de tierra y agua que se situaba en los confines del mundo de la aldea y el mundo silvestre de la laguna.

¿Qué podía significar la laguna para los primeros hombres que colonizaron sus riberas? Mar de fertilidad, fuente de vida. Pero también espacio inquietante —inmensidad y profundidad, lo desconocido—, espacio doblado de peligros y temores, cargado de sacralidad, fuente de oscuras leyendas como las que recorrían la antigua Europa cuando la cubría el bosque original, la silva de Dante. En Europa, el bosque fue humanizado poco a poco, labor titánica de deforestación de los clérigos medievales. A la silva acuática de la cuenca de México el hombre primitivo opuso una obra: la chinampa.

Chinampa, chinamitl, o sea “seto vivo de cañas”, o sea “terreno cercado de varas entretejidas”, es la barrera contra lo desconocido, es un terreno construido sobre el agua, que la borró, reduciendo poco a poco su lisura, su extensión amenazadora. Pero el agua no estaba realmente abolida (no era ella lo que inquietaba, sino su extensión, su libertad, el temor siempre vivo del ribereño a la inundación): entre terreno y terreno se abrían intervalos húmedos. No se trataba, como en los pantanos marítimos de Europa, de ganar terreno al mar a toda costa: polders de los Países Bajos, Flandes, Picardía, Bretaña… Aquí hubo un compromiso, un diálogo entre el agua y la tierra porque los canales amaestraron el agua aprovechándola como medio de comunicación. Deslizamiento gozoso de lo pesado con el menor esfuerzo en un mundo que no conoce más animal de carga que el hombre. El resultado fue esa transición o paréntesis, ese espacio anfibio y ambiguo por naturaleza, como el ajolote que puebla sus aguas, su animal emblemático.

Franz Mayer, Xochimilco, ca. 1924-1925, en número 20 de Artes de México, Xochimilco, 2008. D.R. © Museo Franz Mayer.

Esta forma de colonización del Valle de México no fue exclusiva de los xochimilcas en los bordes sureños de los lagos. Por las riberas del inmenso lago de Texcoco y más tarde alrededor del islote de la fundación mítica de Tenochtitlan, era práctica habitual la construcción de tierra sobre el agua para ampliar la aldea, hacer la ciudad. Cada chinampa era una propiedad que encerraba una casa, un jardín, y sobre todo árboles, aquellos sauces blancos, los ahuejotes, que son los setos vivos del chinamitl y que junto con la red acuática dibujaban el paisaje de la ciudad lacustre.

Hasta los años cuarenta gran parte de las casas de Xochimilco se construían sobre chinampas. Poco a poco, con el torbellino de la modernidad, decreció el ritmo de la circulación acuática, los canales fueron rellenados y todo se volvió tierra firme. Pero en el paisaje urbano subsistió la huella de aquella red acuática, como la que aprisionaba a la antigua Tenochtitlan, que sedujo al solado Bernal Diaz: red, tejido, hoy huella, reliquia, el laberinto de callejones que serpentean en los viejos barrios, laberinto de agua petrificada, asfaltada, muerta.

Las chinampas urbanas han desaparecido del Valle de México y con ellas toda una concepción de la ciudad —la ciudad lacustre contra la ciudad terrestre española. Sin embargo, las chinampas encontraron su máxima expresión en su modalidad rural. Ese paisaje rural formado por las chinampas que conocemos. Ese paisaje convertido en estampa trivial de Xochimilco es la parte visible de un mundo complejo de saber e imaginación originado hace cientos de años en una naturaleza bienhechora, un mundo que agoniza apenas en estos momentos.

Franz Mayer, Xochimilco, ca. 1924-1925, en número 20 de Artes de México, Xochimilco, 2008. D.R. © Museo Franz Mayer.

La edificación de la ciudad lacustre

A lo largo de toda la costa meridional de los lagos de Xochimilco y Chalco, la naturaleza puso en las manos del hombre primitivo tres tesoros: aguas de poca profundidad, manantiales de agua dulce y vegetación acuática en abundancia. El hombre solo tuvo que pensar —sin lugar a dudas aconsejado por alguna serpiente de agua que más tarde se convertiría en héroe cultural de toda Mesoamérica— en jalar, juntar y amontonar los espesos mantos de vegetación acuática hasta formar una cama vegetal sobre la cual extender tierra fangosa del fondo del lago. Y así fijar bien la tierra, clavar estacas de ahuejote (todo alrededor para delinear como una cerca), que con el tiempo enraizarían y crecerían como árboles.

C. Castro y J . Campillo, El pueblo de Iztacalco tomado en globo. Biblioteca de Arte Ricardo Pérez Escamilla. Fotografía de Jorge Vértiz, en número 20 de Artes de México, Xochimilco, 2008.

Sobre este campo artificial de extraordinaria fertilidad, el hombre sembró las plantas comestibles y las flores sagradas que requerían las innumerables bocas y las innumerables ceremonias de la gran Tenochtitlan; e ideó un sistema complejo de cultivo amoldando sus herramientas, sus movimientos y sus ritmos a la forma, a la naturaleza del paisaje que había creado. Parcelas de tierra ligera extremadamente alargadas con el objeto de que pudieran beneficiarse de un riesgo permanente subterráneo, orientadas todas en el mismo sentido y unidas por los caminos de agua circundantes. Pero el hombre de las chinampas no olvidó su mundo primigenio. Siguió pescando en los canales, o incursionando en el lago, el territorio de lo silvestre por excelencia —de lo sagrado por naturaleza—, para la caza de aves y la recolección del tule. Solo más tarde el hombre se atrevería a subir cerro adentro, a colonizar el bosque, hacerlo campo y terraza de cultivo, a usar madera, su leña.

La edad de oro de las chinampas coincide con el último siglo mexica y el primer siglo virreinal: entre 1400 y 1600. La conquista absoluta de la cuenca lacustre no bastó para derruir de la noche a la mañana el paraíso construido por generaciones de indios sobre principios estrictos. Frágil equilibrio entre las aguas dulces y las aguas saladas, entre el capricho de las intemperies y los ciclos de vida de cientos de plantas; la unidad de miles de familias; el compromiso sagrado con las deidades de los elementos y de la fecundidad.

Franz Mayer, Xochimilco, ca. 1924-1925, en número 20 de Artes de México, Xochimilco, 2008. D.R. © Museo Franz Mayer.

Pero poco a poco, a lo largo del siglo XVI, las chinampas desaparecieron paulatinamente casi en su totalidad, ahogadas por las crecidas aguas, podridas por la silva acuática de nuevo reinante. Sin embargo, el saber de la “chinampería” quedó intacto en la mente de los pocos sobrevivientes de las pestes, las migraciones y los trabajos forzados. Cuando se reanudó la construcción de las chinampas y el cultivo de las hortalizas y las flores para abastecer la capital novohispana, pocas cosas habían cambiado: algunas especies nuevas, el abandono de otras, la transformación de alguna zonas en pastizales secos. Pero, en general, el español, pese (o gracias) a su horror por lo húmedo, no se metió con las chinampas, ni para desecarlas ni para controlarlas. Fue la gigantesca empresa de desagüe de los lagos —fruto de la cosmogonía española de lo seco— emprendida en el siglo XVII y que duraría más de tres siglos, la causa profunda de la lenta agonía de un sistema agrario cuyo final estamos presenciando hoy.

El último estertor de ese organismo vivo ocurrió a principio del siglo XX cuando el prefecto de la región dio licencia a los habitantes para que recolonizaran la orilla sur de la laguna, tomando tierras y reconstruyendo chinampas. Esto significó, a decir de los propios habitantes, “el divino agarradero”.

El paisaje de las chinampas es el único paisaje agrario de toda la América precolombina que llegó hasta nosotros. Es uno de estos milagros que ofrece a veces México, paralelamente a su capacidad de autodestrucción y su oscuro espíritu antidialógico. Es una excepción, un enclave temporal, una isla cultural, un paréntesis afortunado.

Gelacio Zaco (alumno de las Escuela al Aire Libre), Capilla de Xochimilco. Biblioteca de Arte Ricardo Pérez Escamilla. Fotografía de Jorge Vértiz, en número 20 de Artes de México, Xochimilco, 2008.

Pero tratemos de entrar en este universo ambiguo y anfibio. Mezcla de naturaleza y humedad, de sacralidad y de ritos cotidianos. Situémonos en un tiempo indefinido antes de su colapso final para ver y oír, oler y saborear el paraíso perdido.

Pocas civilizaciones han logrado realizar el paisaje de sus sueños, lo que puede explicar la necesidad de crearlo a través del texto o la pintura. La producción de obras de arte acerca de las chinampas siempre ha sido el fruto de una visión exterior, la visión del otro, la imagen y el mito del paraíso. El hombre de las chinampas no ha creado arte porque quizá, como decían los surrealistas franceses acerca del pueblo de México, el mundo que ha creado es tan estético que no necesita del arte.

Penetrar en el dominio de las chinampas es entrar en otra dimensión, sumergirse en otra concepción del universo, rozar con la yema de nuestros dedos profanos algo de la sacralidad del mundo antiguo.

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