Rina Lazo

La artista durante el proceso de Las réplicas de los murales de Bonampak en el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México, ca. 1965. Foto cortesía de Rina Lazo.

Recuerdo aún con claridad el día que conocí a Diego Rivera: corpulento, vestido de mezclilla, parado frente al muro de quince metros de largo, recién preparado para recibir la pintura al fresco. Me saludó cortésmente y comenzamos a trazar las líneas geométricas que marcarían la composición: centros, diagonales y secciones áureas; no había proyecto, solamente estaban los libros del archivo Casasola con fotografías de la Revolución mexicana y el libro sobre la gráfica de José Guadalupe Posada que él había prologado. Ante mi extrañeza de que no trajera proyecto, me dijo: “un verdadero muralista, como los grandes maestros italianos del Renacimiento, llega al muro y crea directamente sobre él para no restarle inspiración y emotividad a la obra. Esta emoción que proyecta el artista se materializa en la pintura y se transmite a quien la observa”.

Después de esta explicación, tomó un carboncillo, colocado en la punta de un carrizo de un metro de largo, e inició los trazos con seguridad y sabiduría. Sin titubear, como si estuviera calcando, trazaba una figura tras otra con una maestría increíble; no borraba, dibujaba con gran precisión desde la primera hasta la última línea. Yo lo observaba maravillada y le cambiaba rápidamente los carbones cada vez que se terminaban. Con este gran maestro me inicié en la pintura mural; fui su ayudante por diez años.

Todo inició en Guatemala. Después de participar en un concurso de pintura, gané una beca para estudiar artes plásticas en México. En ese momento, la pintura mural era una de las actividades culturales más importantes, y aún se percibía un ambiente nacionalista que iba a la par con la educación socialista de la época de Lázaro Cárdenas.

Rina Lazo junto al retrato inconcluso que su esposo, Arturo García Bustos, le hacía antes de morir en su su hogar de Coyoacán, 2017. Foto: D.R. © Alejandra Guerrero Esperón.

A los pocos meses de encontrarme en la Escuela de Pintura y Escultura, La Esmeralda, tuve la fortuna de incorporarme como ayudante de uno de los pintores más grandes del siglo XX, Diego Rivera. En 1946, inicié el proyecto mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, a mi parecer, una de sus obras más bellas y completas. En un inicio se encontraba en el comedor del antiguo Hotel del Prado. Después del terremoto de 1985, fue trasladado al Museo Mural Diego Rivera. En esta pintura vemos al niño Diego Rivera paseando de la mano de una Catrina, quizá sea la muerte que simboliza la eternidad a donde llegaría Rivera junto con José Guadalupe Posada, otra raíz fundamental del arte.

Durante este tiempo, tuve la oportunidad de escuchar algunas de las sabias reflexiones del maestro. Solía responder las dudas que me surgían mientras lo veía trabajar; en otras ocasiones, se trataba de frases que escuchaba en sus conferencias, y a veces sólo eran expresiones sencillas que surgían en pláticas, que me enseñaban a pintar y vivir: “La composición —decía— no puede ser arbitrariamente escogida, sino que debe expresar el tema en su geometría”. Estas enseñanzas las he tomado como base para mis trabajos. Por ejemplo, en el proyecto de mosaico que estoy realizando para el planetario de Cancún, pienso que la composición del mural exterior de un observatorio circular debe basarse en la espiral, y debe estar dividida en secciones áureas como en el caracol, las plantas y los astros.

La artista y el mural en proceso El inframundo de los mayas, en su hogar de Coyoacán, 2017. Foto: D.R. © Alejandra Guerrero Esperón.

Con el maestro Rivera aprendí a ver y a sentir de manera profunda y humana la vida. Solía decirme:

México tiene belleza, drama, encanto, tradiciones y raíces inagotables. Busquen en ellas y no se dejen llevar por las cosas extrañas, ajenas a nosotros; sigan los principios de nuestro movimiento de pintura mexicana. La plástica no es privilegio de nadie, el lenguaje plástico es un lenguaje humano; el arte sirve para expresar los sentimientos o las ideas. El ejercicio de las artes plásticas requiere análisis de la vida que tenemos a nuestro alrededor.

Estos conocimientos heredados los he ido enriqueciendo con búsquedas y experiencias, ya que mientras algunos artistas se sienten satisfechos con un arte decorativo, otros deseamos penetrar en lo humano, en los sentimientos e inquietudes del hombre y del mundo que nos rodea, y expresarlo con una estructura formal de composición, colorido y trazo, enraizada en nuestras culturas prehispánicas.

Cuando se estaba construyendo el Museo Nacional de Antropología en la Ciudad de México, el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez me encargó realizar la réplica de las pinturas murales de Bonampak, “la ciudad maya de los muros pintados”. Tuve la fortuna de adentrarme en la vida de los pueblos que habitan en las selvas de Chiapas y Guatemala; en este tiempo realicé las calcas, los dibujos y las notas de color de los murales de Bonampak. Al terminar, regresé a México para pintar las reproducciones al fresco en el templo facsímil construido en el jardín anexo a la sala maya del museo. Con este trabajo, reafirmé aquello que en alguna ocasión el maestro Rivera dijo: “En materia de muralismo, nada hemos aprendido de los europeos, teníamos ya una gran cultura pictórica”. La muestra son estos grandes murales prehispánicos que nos hablan de las luchas de los pueblos.

Rina Lazo, ca. 1965. Foto cortesía de Rina Lazo.

Mis recuerdos de infancia sobre los maya quichés me llevaron a profundizar en las costumbres ancestrales aún vivas en esa cultura, las cuales han pasado de padres a hijos con el libro sagrado del Popol Vuh. Así, cuando me encargaron una obra para la sala maya del Museo Nacional de Antropología, que se encontraba en restauración, pinté el mural Venerable abuelo maíz. Se trata de una pintura al temple en un superficie de cincuenta y un metros cuadrados, en la que narro la creación de los cuatro hombres hechos de maíz que poblaron los cuatro puntos cardinales y la vida cotidiana de los mayas. Comparto con orgullo las palabras expresadas por Miguel León Portilla el día de la inauguración:

“Al contemplar este mural, recuerdo aquel texto maravilloso que nos habla de que los mayas llamaban ah dsib y los nahuas tlahcuilo, es decir, el que pinta y el que escribe, a aquellos que dialogan con su corazón. Mucho tuvo que dialogar Rina con su corazón hasta convertirse, como lo expresa la palabra mesoamericana, en un corazón endiosado, un yoltéotl, para de allí pasar a ser tlayol tehuiani, endiosador de las cosas, las cuales recrea con los colores de todas las flores. Aquí lo vemos: lo que su corazón endiosado le ha dicho hace posible su obra”.

Mi experiencia adquirida por los años que estuve cerca de Diego Rivera y la conciencia de llevar en la sangre la herencia de las grandes culturas que florecieron en este suelo, me han dado la convicción de continuar en esta ruta nacionalista que nos legó el movimiento pictórico mexicano y que busca, a través de la mirada y la mano del artista, afirmar en los espectadores la seguridad y el orgullo de ser descendientes de esta gran cultura que es la nuestra. Mantener ese espíritu combativo y de denuncia y transmitir un mensaje histórico y social para traerlo a nuestro tiempo es lo que mi obra mural busca aportar.

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