Rojo Tamayo: angustia encendida, joya popular y delicadeza de un sabor

Juan Carlos Pereda

Entrada del artículo “Orozco, Tamayo, Izquierdo. Tres pasiones fraguadas en rojo”, del número 111 de Artes de México, Del rojo al rosa mexicano, 2013. Rufino Tamayo, Claustrofobia, 1957, técnica mixta. La reproducción de la obra de Rufino Tamayo en la edición fue autorizada por D.R. © Rufino Tamayo /Herederos/ México, 2013. Fundación Olga y Rufino Tamayo A.C. Foto: cortesía del Archivo Juan Carlos Pereda.

Claustrofobia es un cuadro pintado en 1957. Este óleo sobre tela de 81.5 x 100 centímetros habla de la condición humana, tema que gravitó en la mente de Rufino Tamayo en los años posteriores a la segunda guerra mundial. Aunque Tamayo no fue afecto a la pintura de argumento, sí cultivó un arte con contenidos vertidos en imágenes simbólicas, que en ocasiones se tornan alegorías y metáforas. El artista manifestó una sólida postura humanista dentro del arte del siglo XX. En muchas de sus obras se asoman traducciones plásticas de los conflictivos sentimientos que afectaban a la sociedad y a cada individuo.

Este lienzo es uno de los de mayor fuerza y dramatismo expresados con este esplendoroso color. El aislamiento del personaje registra una situación límite que opera como espejo del sentir de una sociedad atrapada en el aislamiento, el terror y la enajenación, que se tornaron en tema de reflexión estética, pero también filosófica y política.

Tamayo ha elegido el rojo para encender la escena en que el desdichado sufre la angustia del encierro, y con ello asocia el color a una vivencia límite y crea una atmósfera de concentrada y tensa energía. El protagonista opera como la encarnación del hombre universal, sufre una crisis de desesperación que queda expresada con una deformación anatómica. Claustrofobia, contiene la elocuente imagen de un ser cuyo desesperado pasmo se vuelve salto acrobático para expresar su impotencia ante la situación. En la obra se elimina el marco lógico y se crea un espacio psicológico, aunque la referencia de la cama mantiene un punzante emplazamiento de una realidad inmediata. La nitidez de los rasgos fisonómicos se ha perdido para ganar la universalidad del jeroglífico. El grito del personaje reverbera en tonalidades rojizas esparcidas por el cuadro. La dolorosa desarticulación del cuerpo es escenario de la devastación que la angustia ha provocado en el ánimo de tan desdichado personaje. Las líneas de fuga que impulsan el salto e indican trayectorias nos permiten adivinar, en su conflicto de fuerzas, la potencia, velocidad y tensión con que el enclaustrado manifiesta su desesperación. La tensión termina operando, pues, tanto en el campo de las ideas, como en el físico. A pesar de la rica texturización de la superficie, el dibujo tiene una clara connotación de bidimensionalidad. Todo está resuelto en un solo plano, como si se tratase de un bajorrelieve esgrafiado en una superficie cerámica. Tamayo ha sabido expresar, con imágenes de fuerza inédita, una naturaleza inventada que responde a la fisonomía espiritual del hombre de la posguerra, como lo muestra con vigor, elocuencia y belleza en esta obra.

Páginas del artículo “Orozco, Tamayo , Izquierdo. Tres pasiones fraguadas en rojo”, del número 111 de Artes de México, Del rojo al rosa mexicano, 2013. Rufino Tamayo, Retrato del diablo, 1974, óleo sobre tela; Sandías, 1970, Técnica mixta. La reproducción de la obra de Rufino Tamayo en la edición fue autorizada por D.R. © Rufino Tamayo /Herederos/ México, 2013. Fundación Olga y Rufino Tamayo A.C. Fotos: cortesía del Archivo Juan Carlos Pereda.

Retrato del diablo, pintado en 1974 al óleo sobre tela con aplicaciones de arena, tiene el encanto especial de llevar la reflexión acerca del juguete popular al gran salón, la artesanía encumbrada a argumento artístico, la conseja convertida en materia de estudio y erudición interpretativa, pero también reclama nuestra atención para asombrarnos con el virtuosismo colorativo del artista. El rojo aquí posee cualidades de lujo y fiesta, de opulencia y contento. Tamayo tiene esa capacidad y más: la de llevar el despreciado arte del vulgo a la vanguardia más evolucionada, a la pintura más exquisita, a los espacios de exposición más exigentes del mundo.

Retrato del diablo se mostró públicamente por primera vez en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México. Damián Bayón la apreció como una de las mejores pinturas de aquella muestra, que después sería llevada a París, Florencia y Tokio. Lejos de representar una entidad del mal, este diablo es pura evocación de la ingenuidad popular y pretexto para encender los tonos de ese mágico púrpura que sólo Tamayo sabía lograr. Las extenuadas gamas de rojo adquieren connotación imperial, que en este cuadro posee todos los tonos posibles de un granate, de un rubí, matices que iluminan para siempre los rescoldos de los fuegos pirotécnicos encendidos en este lienzo, en ese infierno que sin llamas crea un antro de tornasoles atmosféricos, escenario no para el mal, sino para el puro talento de gran colorista que definió a Tamayo dentro del arte universal.

El demontre de cartonería tiene unas enormes y asimétricas astas que repiten el gesto de los brazos levantados y que más que espantar mueven a la entropía con el juguete de Semana Santa que tiene estrellas en los ojos y una enorme nariz que lo conecta con el feísmo del Art Brut de Jean Dubuffet y con las máscaras del carnaval mexicano. La textura del cuadro es áspera y da la sensación de que un magma encendido rodea toda la figura, las manchas más oscuras han sido dispuestas a los lados del cuerpo para evocar los humos sulfurosos de una aparición algo teatral y festiva de un diablo de pastorela, al tiempo que dan dinamismo al fondo. Un mágico sol tornasolado de rojos, rosas y morados pende del pecho del personaje; es un talismán que aleja toda idea asociada con el mal, para conectarnos más bien con el destellante universo de la creación artística.

Rufino Tamayo, Dualidad, 1964, Museo Nacional de Antropología, portada del libro Muro y Mito. Murales de la Ciudad de México, Artes de México, 2016. La reproducción de la obra de Rufino Tamayo en la edición fue autorizada por D.R. © Rufino Tamayo /Herederos/ México, 2016. Fundación Olga y Rufino Tamayo A.C. Foto: D.R. © Marco Pacheco y su publicación fue autorizada por SC-INAH, 2016.

Parecería que las naturalezas muertas fueron el género pictórico más propicio para el ejercicio de la síntesis de las formas y para el lucimiento de sus talentos de colorista magistral. Las sandías con su sencilla y contrastante configuración, dieron a Tamayo oportunidad de crear algunas de las naturalezas muertas más innovadoras y sorprendentes de la historia del arte mexicano. Estas Sandías, pintadas en 1970, son síntesis clara de lo mencionado. Las caprichosas rebanadas poseen una estilizada forma triangular, y reposan, como sucede en las piezas de Cezanne, sobre una mesa negra. La austera elegancia del cuadro es aligerada por la esbelta estructura que Tamayo dio a las rebanadas del fruto, pues aunque la blancura de dos de ellas esté atenuada con tonalidades grises, la que ha conservado su albura termina por ser el foco de equilibrio de la composición colorística. La sorprendente negrura de la superficie de la mesa posee un filo resuelto en gris, cuyo eco resuena con las partes inferiores de los frutos, y crea un cimiento arquitectónico para la elevación de tres rojas torres de las sandías.

El entorno texturado con las clásicas aplicaciones de arena y polvo de mármol, propias de la sublime artesanía del pintor oaxaqueño, enriquece el conjunto y alivia el rigor de la geometría exacta de la composición. Rojos, rosas, naranjas en variadísimos matices establecen ese contraste de color entre opuestos que Tamayo volvía complementarios y lograba con tan sabia naturalidad.

Los lienzos mentados más arriba sólo son pigmentos sobre una tela. En ellos el color rojo es bandera, rebozo, joya, fruta o sentimiento, pero esos pigmentos fueron colocados sobre el lienzo con magisterio, genialidad y amor, como solían hacerlo estos tres grandes personalidades de nuestra cultura nacional.


Juan Carlos Pereda es un estudioso constante de la obra de Rufino Tamayo, es subdirector de Curaduría del Museo Tamayo Arte Contemporáneo. Ha curado exposiciones de la obra de Tamayo tanto nacionales como internacionales.

Este texto es un extracto del artículo “Orozco, Tamayo, Izquierdo. Tres pasiones fraguadas en rojo”. Se puede leer completo aquí.

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