Salvador Albiñana

Retrato del artista. D.R. © Archivo Tomás Montero Torres, 2017.

Quizá esté en lo cierto Luis Cardoza cuando dice que Atl se hizo vulcanólogo para poder escribir su autobiografía. Hasta tal punto la proteica figura de Gerardo Murillo (Guadalajara, 1875-Ciudad de México, 1964) se confunde con el volcán. Pintor, escritor, promotor del combate antiacadémico y de extravagantes empeños urbanísticos y económicos, en él no se discrimina bien su novelesca biografía de su fervor por unos volcanes que se aplicó a estudiar y pintar sin desmayo. Pasión volcánica de quien manifestó haber ascendido en sueños al Fujiyama, aireada también por Francia e Italia, donde estampó su firma en algunas publicaciones especializadas, estudió los frescos, alcanzó a relacionarse con los futuristas y publicó un libro de poemas.

Figura esquiva que tiende a esconderse, y lo hace desde bien niño, bajo ese precoz Doctor Fox que escribía novelas a la manera de Verne en el Instituto Aguascalientes; oculto también tras un supuesto aviador italiano, Giorgio Stello, nombre con el que el que regresa a México para colaborar con la Revolución, donde en más de una ocasión estará al borde de que lo truenen; encarnado también en un Pedro de Urdemalas, con el que lo ultraja y ataca su airada amante, la también volcánica Carmen Mondragón, bautizada por él como Nahui Ollin, muchacha mexicana bastante fascinante, dirá de ella Weston, que supo retratar ese abismo de ojos verdes. Y por encima de todas esas personalidades, efímeras y menores, la única definitiva, la de Atl, voz nahua adoptada para evitar al pintor español del barroco, a la cual Leopoldo Lugones regala la apostilla académica, el grado de doctor. Ya proyecto, al rechazar el mundanal honor de ser miembro de El Colegio Nacional, lo explica con claridad tautológica: “Yo soy el Dr. Atl, porque soy el Dr. Atl. Y todo lo bueno o malo que he hecho y que tenga cierto valor, lo hice yo, el Dr. Atl, autobautizado paganamente con el agua maravillosa de mi alegría de vivir, ligeramente coloreada, a veces, con la sangre de alguna herida”.

Páginas 46 y 47 del número 73 de Artes de México, Los dos volcanes, 2005. Obra: D.R © Gerardo Murillo/Somaap: arriba, izquierda: Paisaje con Iztaccíhuatl, 1932. Abajo, izquierda: Vista del Popocatépetl, 1934. Ambas Colección Andrés Blaisten. Abajo al centro: Rayos de sol, s/f. Abajo, derecha: El volcán Popocatépetl, s/f. Ambas de la Colección ING Seguros Comercial América. La publicación de la obra del Dr. Atl en la edición fue autorizada por el INBA. Fotos: D.R. © Francisco Kochen.

Alegría de vivir exhibida por una geografía amplia que siempre comienza y rinde el viaje ante los volcanes, en particular el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl —con lo que diseñará el fastuoso telón del Palacio de Bellas Artes, realizado por la firma Tiffany—, y el Paricutín. Apenas nacido el joven volcán, Atl se instalará en su falda, vivirá por unos años en un modesto jacal, y de allí regresará con lienzos y dibujos, pronto exhibidos y con un libro —Cómo nace y se hace un volcán, aparecido en 1950—, cuyas páginas ilustran fotos de Hugo Brehme, entre otros. También regresará con problemas que le acabarán costando —“sangre de alguna herida”— la amputación de una pierna. Episodio dramático que evoca los ritos sacrificiales de las fiestas mexicas, la de Tepeihuitl, por ejemplo, que se hacía “a honra de los montes eminentes”, nos recuerda Sahagún. Celebración de montañas como el Popocatzin [Popocatépetl] que, advierte Durán, “es el principal cerro de todos los cerros”. Éste será el que más tempranamente y el que mejor acompañe la errática biografía de Atl. A él subirá por vez primera en 1903, tras dejar compuesta y sin novio a una hermosa joven, sobrina del pintor Joaquín Clausell, de quien se había enamorado aunque, sin duda, no tanto como para hacerla de plantilla. En cualquier caso, y con buen juicio térmico, escribirá que no había mejor remedio para curar las enfermedades del alma que los veinte grados bajo cero de la helada del volcán. El pintor, generoso, devolverá el favor con creces: dibujos, lienzos, grabados y poemas se localizan alrededor del majestuoso cono. Incluso algún proyecto utópico, como esa ciudad ideal —Olinca— que propone levantar en 1953 entre el Popo y el Izta, desempolvando una vieja idea que ya había intentado llevar adelante en el París de comienzos de siglo.

Portada del artículo que aparece en el número 73 de Artes de México, Los dos volcanes, 2005. Obra: D.R. © Gerardo Murillo/Somaap, Autorretrato con volcán al fondo, s/f. Óleo sobre yute, 88 x 102 cm. Colección de Pascual Gutiérrez Roldán. La publicación de la obra del Dr. Atl en la edición fue autorizada por el INBA. Foto: D.R. © Francisco Kochen.

Más allá de lienzos y dibujos, interesan aquí los escritos de Atl. Un primer libro, Las sinfonías del Popocatépetl, apenas gozará del favor del público, que tardó seis meses en adquirir quince ejemplares; tampoco del autor, que considerará sus poemas insuficientes y cursis. Para desagraviar al volcán, escribirá La actividad del Popocatépetl —con abundantes ilustraciones suyas y fotografías de Brehme—, impreso en 1939, como primer título de un proyecto de seis monografías sobre volcanes. Algo antes, a modo de glosa de la exposición presentada en el claustro del convento de La Merced, publica la carpeta El paisaje, un ensayo, con una cuidada cubierta realizada al pochoir. Allí, entre láminas y notas sobre las maneras y técnicas para representar el paisaje, podemos leer una observación acerca del nuevo medio artístico. La fotografía —escribe— ha inundado al mundo de paisajes. Pero en el terreno del arte, la fotografía ha fracasado a pesar de las placas pancromáticas y de los filtros de colores. Es precisa, justa de tonos, amplia, todo lo ve. Le falta, sin embargo, algo, ese algo que solamente pueden producir los dedos movidos por el espíritu. La fotografía se aproxima más a la verdad cuando se hace un retrato, y llega, hay que confesarlo con gran satisfacción, a lo sublime, cuando reproduce los misterios del espacio, pero nunca ha expresado la vida de las cosas.


Salvador Albiñana es profesor de historia de la Universidad de Valencia. Su trabajo versa sobre la historia de la cultura en España y sus relaciones con América, y sobre la fotografía mexicana en el periodo de las vanguardias. Este texto ofrece una versión revisada del artículo “Volcanes y fotografías: notas mexicanas”, publicado en el catálogo Corona roja sobre el volcán (Centro Atlántico de Arte Moderno, Las Palmas de Gran Canaria, 1966) y, algo después, en la revista Biblioteca de México, número 36, 1996.

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