Octavio Paz

Casimiro Castro. Palacio de Minería, 1874. Lámina del libro México y sus alrededores

Casimiro Castro. Palacio de Minería, 1874. Lámina del libro México y sus alrededores

Entrevista al escritor Octavio Paz sobre sus impresiones del Centro Histórico de la Ciudad de México, publicada en el primer número de la nueva época de nuestra revista.

Artes de México (AdM): La ciudad moderna ocupa un lugar importante en su obra. Es incluso uno de los rasgos que definen a su poesía, que la sitúan en la palpitación de la historia. Pero, ¿cuáles imágenes de la ciudad conserva en la memoria? ¿Hay una impresión de la ciudad que usted piense que fue la primera que tuvo? ¿Cuál es la imagen de la Ciudad de México que pudo tener un niño nacido en 1914?

Octavio Paz (OP): La Ciudad de México siempre me pareció gris. Esa era la primera impresión de un niño: una ciudad gris y rojiza. Luego tomé conciencia de que lo rojizo se debía al tezontle de los edificios.

AdM: En el poema “1930: vistas fijas” habla de “muros color de sangre seca”.

OP: Sí, es el tezontle, una piedra que maravillaba a los viajeros de otros siglos que venían a México. En un tiempo, el tezontle y la cantera hacían de la ciudad un universo de dos colores: los muros eran rojizos y las ventanas, puertas y balcones estaban enmarcados de cantera grisácea. Más tarde, cuando se instauró el neoclásico, la cantera reinó y el tezontle cayó en desuso. Pero era una piedra que se consideraba finísima y era típica de la capital de la Nueva España.

Aunque nací en la Ciudad de México, después de la Revolución mi familia se fue a vivir a la casa de mi abuelo, en Mixcoac. Por supuesto, íbamos al centro. Y recuerdo que decíamos: “vamos a México”. Lo que muestra claramente que se trataba de dos poblaciones muy bien diferenciadas. Del pueblo de Mixcoac al Zócalo, el viaje en tranvía duraba cuarenta y cinco minutos. Lo he contado en un poema. Los tranvías eran mucho más cómodos de lo que luego fueron los camiones y el metro. Después de Tacubaya se entraba por una avenida de fresnos; todo estaba cubierto por una bóveda verde. Era precioso y uno tenía tiempo de leer en el viaje.

De niño salía con mi abuelo los jueves. Visitábamos a una hija que tenía en el centro y a varias de sus amistades. Entre otras amigas de mi abuelo conocí a una famosa actriz que se llamó Mimí Derba. Su madre también había sido actriz. Mi abuelo, que era actor de teatro, iba a tomar una copa de jerez con ellas y luego a cenar con amigos. Yo lo acompañaba y eso me permitió conocer aquella ciudad que ahora es el centro. Después, claro, iba solo a la Ciudad de México, algunas veces con mis amigos. Y comencé a descubrir la riqueza artística e histórica del centro. En el último año de la escuela secundaria fui muy amigo de Salvador Toscano y de Rafael López Malo. Caminábamos muchos por las calles de la ciudad. Ellos estaban en la escuela secundaria número cuatro y yo en la tres, que estaba en la Colonia Juárez. Y la secundaria cuatro estaba en San Cosme, muy cerca del edificio de Mascarones. De modo que cruzábamos la ciudad, las tardes o las noches, conversando. Y comenzábamos, poco a poco, a descubrir y admirar los edificios. Sobre todo Salvador Toscano, que tenía una vocación de historiador del arte.

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AdM: Supongo que fue en esa época cuando conoció al pintor Joaquín Clausell. Nunca ha escrito sobre ese encuentro del adolescente Octavio Paz con el hombre de sesenta y tantos años que, al lado del Zócalo, pintaba sobre las paredes de su estudio una obra sorprendente. Esas punturas murales de Clausell, obra hecha al margen de su pintura de caballete, son una muestra muy peculiar del arte que hay en el Centro Histórico. ¿Podría hablarnos de ese encuentro y de la impresión que le dejó su obra?

OP: Ya estando en la preparatoria de San Ildefonso, mi padre algunas veces enviaba conmigo recados a sus amistades. Y no sé bien de qué manera se había hecho amigo de Joaquín Clausell. Pero él nunca me dijo que era pintor. Una vez me pidió que fuera a ver a un licenciado Clausell para llevarle un mensaje. Y me dio la dirección. Llegué a un esplendido palacio virreinal que ahora es el Museo de la Ciudad de México y que, lo supe después por un tío muy erudito, había sido el palacio de los condes de Calimaya. Cuando entré a aquel patio con una sirena en una fuente, pregunté por el licenciado Clausell a un mozo somnoliento que me dijo: “el señor está arriba”. Subí las escalera y, hasta el final de ellas, en el último piso, estaba un hombre mayor, que me recibió con pantuflas. Me saludó con gran cortesía y le di la esquela enviada por mi padre. La leyó detenidamente y me dijo: “Bueno, dile a tu papá que le voy a hablar por teléfono para que no tenga que escribirme, esto ya no se usa, no es necesario”. Era de mañana. No estaba afeitado y había estado pintando. Llevaba puesto un saco de ésos muy llenos de flores bodadas que usaba la gente para estar en casa y que llamaban “fumador”.

Así pude ver por primera vez una parte de lo que pintaba. Me llamó mucho la atención. Yo no sabía quién era Clausell ni podía imaginar que como pintor había reinventado en México, muchos años después del impresionismo, algo de lo que éste fue. Y que además se había atrevido a hacer aquellas pinturas murales que son de lo más interesante de su obra.

Creo que los trabajos hechos por algunos artistas al lado de su obra central son generalmente tan interesantes o más que ella. Ya hemos hablado en otras ocasiones de los dibujos de Víctor Hugo, que fue un gran artista plástico además de gran poeta. Pero hay otro caso notable, el del poeta indio Tagore. Cuando mi mujer y yo estuvimos en Calcuta, fuimos invitados por una mujer que había sido discípula de Tagore y que conserva todos los papeles del poeta. Ha hecho de su casa una especie de museo y ahí pudimos ver, además de la obra de Tagore pintor, que era tan interesante como la de Víctor Hugo, algo muy especial: Tagore escribía en unos caracteres que se llaman devanagari, que es una escritura muy hermosa. Pero claro, tachaba, corregía, borraba y transformaba las manchas. De modo que hacía una especie de poesía concreta pero de una manera mucho más expresionista y mucho más vivía de la de muchos poetas concretos que conocemos. Y de pronto, con las letras creaba paisajes extraordinarios y criaturas fantásticas, amenazantes.

Victoria Ocampo también vio esos manuscritos cuando Tagore vivió en su casa de San Isidro. En París, Tagore hizo una exposición auspiciada por André Gide, entre otros.

Siempre me han interesado esas obras en donde las artes, como la pintura y la escritura, se cruzan. O donde las artes derivan de su cauce central hacia trabajaos, materiales y facturas laterales. Como es el caso de Clausell, pintor que no intentó la escritura plástica pero que hizo una obra asombrosa en los muros de su estudio.

Joaquín Clausell

AdM: Parte de lo asombroso es que ese florecimiento de un arte impresionista esté ahí, frente al Zócalo, en un palacio virreinal.

OP: Y al lado, en el Palacio Nacional, había otro florecimiento: literalmente, había un bellísimo jardín botánico. El Jardín de la Emperatriz. No sé si fue obra de Carlota o había sido hecho en el siglo XVIII; en todo caso ella lo cuidó, probablemente lo modificó, le dio forma. Era extraordinario. Yo trabajaba entonces en el Archivo General de la Nación. El director del Archivo era un poeta modernista muy olvidado, Rafael López, que tiene algunos poemas notables. Como me aburría en el archivo me escapaba al jardín. Algunas veces a leer y otras a conversar, porque por ahí pasaba José Iturriaga. Él era entonces un lector infatigable de Ortega y Gasset y ahí lo comentábamos. Él quería escribir un libro que se llamaría Temas que no desarrolló Ortega y Gasset. Que, por cierto, son muchos, ya que Ortega siempre decía: “esto no lo voy a tratar porque no hay espacio”.

Era un jardín de tierra roja y árboles esbeltos. Había una fuente muy bella y había silencio. Tenía una atmósfera completamente quieta, transparente. En pleno centro del bullicio de la ciudad estaba esta isla de verdura y de tranquilidad. Eso era hermosísimo y se ha perdido.

AdM: Usted ha escrito en el prólogo de su libro de ensayos sobre el arte de México, Los privilegios de la vista, que su pasaje por lo que ahora es el Centro Histórico de la ciudad era como una especie de iniciación estética, de sensibilización al arte mexicano.

OP: Y a la historia, porque en lo que hoy se llama “Centro Histórico”, y entonces era conocido tan sólo como el centro de la Ciudad de México, hay una conjunción de estilos y de épocas. En primer lugar está el pasado indígena vivo, porque siempre ha estado expuesto un fragmento del Templo Mayor que veíamos a través de una alambrada. Hay casas y edificios de los siglos XVII, XVIII y XIX. En lo que llamo la calle del Reloj, y ahora se llama Argentina, estaba aún la imprenta de mi abuelo en una casa antigua. En el convento de San Pedro y San Pablo, no en la iglesia sino en el convento, había una escuela secundaria donde cursé algunas materias que debía; y ahí estaban, casi destruidos desde entonces, unos frescos de Montenegro y otros del Doctor Atl. La pintura mexicana moderna convive con la obra arquitectónica extraordinariamente importante del final del Porfiriato (ante lo cual somos un poco ciegos) y, claro, con la gran herencia virreinal. Todo esto, ahora, con el ruido, el mundo de vehículos y el descuido, nos queda menos próximo.

La preparatoria de San Ildefonso, donde estudié, está en un edificio virreinal donde a la vez hay pintura de Siqueiros y de Orozco. En mi época de estudiante era ya un orgullo del país y con frecuencia había en sus patios visitantes ilustres. Recuerdo e día que vimos pasar a Aldous Huxley, guiado por Jorge Cuesta, quien le mostraba los murales del edificio. A Huxley no le gustaron. Hubo un comentario suyo opinando que eran horribles. Eso dio pie a Villaurrutia para escribir su célebre ensayo sobre Orozco donde resaltaba al horror como elemento estético importante.

José Clemente Orozco

José Clemente Orozco, Cortés y la Malinche, Antiguo Colegio de San Ildefonso.

AdM: Además de Cuesta y Villaurrutia, ¿quiénes eran los pobladores artísticos del centro?

OP: Eran más de los que pueda recordar. Había una pequeña tertulia frente a la librería Porrúa. En ella estaban Andrés Henestrosa, Alejandro Gómez Arias y algunos más jóvenes como mis amigos y yo. Y por ahí pasaba mucha gente, Diego Rivera y muchos otros pintores. Pasaban Villaurrutia y Novo que trabajan muy cerca, en la Secretaría de Educación Pública, y Efrén Hernández que trabajaba con ellos. Era como un ratoncito con grandes anteojos. Y también Jorge Cuesta y José Gorostiza. Había cafés de chinos a donde íbamos los jóvenes con poco dinero, y había los otros cafés que eran más caros. Mucho más tarde, al final de la década de 1930 y principios de 1940 había el Café París (hubo dos Cafés de París). En uno de ellos la dueña era una señora francesa, amiga de Pepe Gorostiza. Iba mucha gente, toreros, novilleros, pero sobe todo íbamos escritores y artistas. En el Café de París había una tertulia que empezaba más o menos a las cuatro de la tarde. En una gran mesa estaban siempre o casi siempre Octavio Barreda, Celestino Gorostiza, Xavier Villaurrutia, un escritor amigo de Villaurrutia que se llamaba Luquini, el pintor Orozco Romero, y dos personas que eran de las más asiduas, León Felipe y José Moreno Villa. De vez en cuando iba José Gorostiza —que ya era diplomático— y Ortiz de Montellano. Yo vi un poco el surgimiento de la revista Cuadernos Americanos por combinación de Montellano y Larrea. Luego le dieron la idea a Jesús Silva-Herzog. Era una tertulia fundamentalmente literaria. De lo que se hablaba era de libros y de vida literaria, de arte, de música y de muchísimo teatro, porque toda aquella gente estaba muy interesada con el teatro. Era raro oír confidencias, a veces algún chisme, pero eran más bien chismes literarios. Había otra mesa al lado que era la de los marxistas, la de los revolucionarios, donde la figura más importante era José Revueltas. Ahí estaba Ermilo Abreu Gómez, que tenía un pleito permanente con los escritores de la revista Contemporáneos, una relación de amor-odio muy extraña, y estaba también José Mancisidor, que era un muy buen hombre. Estaban otras personas con las que habían hecho una revista que se llamaba Ruta y que había durado algunos números. Había otras mesas, algunas más interesantes que otras.

Después de las seis de la tarde se hacía una mesa muy ruidos en la que me gustaba sentarme porque era la más divertida. En ella estaban Juan Soriano, que era un poco el centro de atención, Lupe Marín, Lya Costa, quien después se casó con Cardoza y Aragón, Lola Álvarez Bravo, María Izquierdo, que era encantadora y estaba siempre decorada como un ídolo, como una especie de diosa precolombina totalmente pintada y repintada, una máscara viviente. Este grupo llegaba tarde, salía tarde del café y después se iba a correrías nocturnas que no siempre terminaban brillantemente. Era un grupo muy divertido. Sólo una vez hable con Antonin Artaud, y en esa ocasión me habló de las personas que había conocido en México. Recordaba muy bien a Luis Cardoza y Aragón, a Gorostiza, también a María e Inés Amor, pero sobre todo y ante todo recordaba a María Izquierdo. La admiró y la apreció mucho.

Los que menciono ahora son, sin duda, unos cuantos de los personajes que habitaban aquella ciudad de los años treinta y cuarenta del siglo XX. Todo en aquella ciudad me fascinaba, aunque tenía un aire de grandeza venida a menos. Suspiramos por el México de esa época, pero mostraba ya un esplendor caído, como una belleza maltratada. Ahora aquello se ha vuelto hilachas. Había nobleza y había en el México de aquella época una gran cortesía. Era un México cortés. Un proverbio español de otro siglo decía: “cortés como un indio mexicano”. Y era verdad. Novo era un hombre cortés. Villaurrutia también. Al único que encontré descortés fue a Diego Rivera. Algo extraño en un hombre de Guanajuato.
¿Sabe a lo que se parecía el centro de México? No a Madrid. El México que yo conocí era superior a Madrid. Aquel México era asombrosamente parecido a Palermo, porque Palermo viajo está llena de antiguas casas y palacios muy parecidos a los de nuestro centro. Sus momentos históricos coinciden. Los palacios tienen en ambos lugares esa mezcla indefinible de severidad, grandeza y melancolía que es muy española pero que trasladada a México o a Italia se transforma inmediatamente. Lo que se puede decir del México de aquella época es que era una ciudad llena de grandeza caída. Grandeza y pobreza: vieja grandeza y melancolía.


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