José Acévez

Fachada del templo de San Francisco Javier, Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán, Estado de México. D.R. © SC-INAH, México, 2017. Foto: D.R. © José Acévez, 2017.

Según Michel de Certeau, el “principio y fundamento” (esa primera etapa de los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola donde se procura el acercamiento a los más hondos “clamores del alma” con el fin de encontrar un silencio profundo para llegar a respuestas vitales) implica un desapego, un distanciamiento que toma forma de palabra pobre; el equivalente a lo que Rilke llama “el lenguaje de la ausencia”. Sin embargo, esta definición espiritual, definitoria, de la condición jesuítica no puede ser más contradictoria con una de las obras más emblemáticas que legó la Compañía de Jesús a México: el Colegio de San Francisco Javier en Tepotzotlán, actual Estado de México. Un espacio que contiene sin premura ni prudencia lo más atiborrado del estilo barroco característico de la arquitectura novohispana del siglo XVIII. Y ese barroco no es ausencia; al contrario, es cauce expresivo, saturación formal de la fe, enemigo recio de la iconoclastia luterana. Quizá sea por eso que De Certeau aclara que si Rilke encuentra que “lo abierto es el poema”, el fundamento ignaciano (como confesión de un deseo, el más profundo) no es poema, sino punto de partida de un viaje. Así, los retablos y murales del antiguo Colegio representarían, más bien, ese último paso de los Ejercicios que, como aclara Alfonso Alfaro, no culminan con una reflexión, sino con una contemplación, “en la cual el individuo busca a través del reconocimiento sensible de la bondad y de la belleza de la creación una transformación de su propia persona que lo disponga al contacto afectivo con la otredad trascendente”. Es decir, si tomamos al Colegio de San Francisco Javier como una ruta para seguir la mística del texto cumbre de Ignacio, en el candor del templo encontraríamos la “contemplación para alcanzar el amor”: no nos quedaría duda entre tanta e inaprehensible belleza de que dios nos ama. Ese dios que con fervor y muchas veces con vehemencia los jesuitas se dedicaron a proclamar por todo el mundo durante esa etapa endeble de la historia europea entre el Renacimiento y la Ilustración.

Retablo de san Ignacio de Loyola, Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán, Estado de México. D.R. © SC-INAH, México, 2017. Foto: D.R. © José Acévez, 2017.

Por su puesto que la arquitectura del Colegio no está pensada bajo los criterios ignacianos; es ingenuo adjudicarle a Diego de la Sierra o a José Durán (arquitectos del inmueble) la intención de reproducir la experiencia de la cueva de Manresa en los muros de Tepotzotlán. La comparativa tiene que ver con un afán de comprensión de la estética abrumadora del edificio, designado para albergar a los novicios jesuitas durante el Virreinato, junto con una escuela para enseñar a los evangelistas las lenguas indígenas de aquella zona. Y si pensamos que los jóvenes religiosos se formaban siguiendo los estatutos de los Ejercicios, resulta fácil imaginar el proceso de encuentro con el “amor de dios” al interior de ese templo que en su saturación formal te prohíbe la indiferencia y te incita al regocijo, al inmediato agradecimiento. Sin embargo, surgen dos dudas: ¿es posible comprender el barroco tepotzotlense sin las premisas jesuitas?, y, ¿cómo vivir (o contemplar) al edificio en nuestros días, cuando el lugar se ha convertido en un templo del turismo masivo y la vida religiosa se ha alejado tanto de los enclaves que proponía el barroco como estilo artístico evangelizador?

Virgen de Guadalupe en retablo mayor de san Francisco Javier, Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán, Estado de México. D.R. © SC-INAH, México, 2017. Foto: D.R. © José Acévez, 2017.

Si bien ―y como aclara Marc Fumaroli― no podemos hablar de un “estilo jesuita” en el arte, pues los aportes barrocos (llamémosle así a esa etapa que va del Concilio de Trento a la supresión de la Compañía de Jesús por Clemente XIV) dependieron también de otras órdenes —por mencionar algunos casos mexicanos: los dominicos Santo Domingo en Oaxaca y la capilla del Rosario en Puebla, o el mismo Altar de los Reyes de la Catedral capitalina— existe, sin embargo, un elemento jesuítico clave a considerar en la historia de ese estilo artístico. Cuando se fundó la Compañía, la Europa católica vivía una intensa disputa religiosa contra el avance del luteranismo y calvinismo, caracterizados por su aversión a las imágenes, que aseguraban como culto pagano. Los jesuitas, elementos imprescindibles de la Contrarreforma, fueron responsables de justificar teórica y teológicamente el arraigo a la iconofilia cristiana. Algunos religiosos intelectuales, entre los que destaca el jesuita Louis Richeome, defendieron con meticulosidad la santidad de las imágenes como una representación mnemotécnica de lo divino. El barroco halló en la pintura, la escultura, la arquitectura y hasta en las artes literarias un camino para encontrar a dios: un puente entre lo visible y lo invisible. Se cumplía, así, la premisa jesuítica de llegar a dios a través de todos los sentidos. (¿Cuánto de estas premisas aún resuenan en nuestra percepción del arte?) El jesuitismo, siguiendo las enseñanzas de excelencia y contemplación de Ignacio, pudo canalizar en el arte un discurso coherente en donde pensamiento y sensibilidad encuentran su engranaje como un acto divino. Como nos recuerda Alfonso Alfaro, un recurso capital del barroco es el desconcierto, “un elemento que permite apreciar la diferencia entre la verosimilitud de la verdad”; entre la realidad aparente (el retablo) y la realidad ontológica (el santo). Es quizá en esta tensión iconofílica barroca donde el jesuitismo encontró cabida a la mística ignaciana; por eso al pisar el templo de San Francisco Javier nos queda la sensación de vivir más que una experiencia religiosa, un momento espiritual.

Interior de la Capilla de Loreto, Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán, Estado de México. D.R. © SC-INAH, México, 2017. Foto: D.R. © José Acévez, 2017.

Pero, ¿puede esto tener sentido o cierta “vivencialidad” en nuestros días? Ahora el Colegio es el Museo Nacional del Virreinato y su tránsito depende de tales parámetros institucionales: los pasillos, capillas, jardines y el propio templo cumplen con la función de “preservar el patrimonio” y aleccionar a los visitantes sobre una etapa particular del pasado mexicano. Una de las relativas ventajas de la expulsión de los jesuitas de los reinos de España en 1767 fue que, con el abandono, el arte del Colegio se deterioró pero no fue intervenido. Por lo que su adquisición por el Estado y su conversión en museo en la década de los sesenta nos permite observar una estampa casi intacta de la vida virreinal, monacal y barroca del México del siglo XVIII. Así, visitar el Colegio (o Museo) en estos días es enfrentarte a filas de turistas, a curiosos que fotografían los recovecos del lugar, a recámaras convertidas en salas de exposición, a explicaciones monográficas de una guía que habla a un micrófono y señala a santos y vírgenes para que los visitantes los observen con binoculares. Lo intacto de la arquitectura y los retablos se contrapone con una experiencia volcada al consumo de bienes patrimoniales, de souvenirs del pasado, de salas que absolutizan la memoria.

Aún así, estar en Tepotzotlán en estos días posibilita un cuestionamiento aún más profundo que la patrimonialización y museografía del pasado. ¿Qué hacemos con la experiencia mística propuesta por Ignacio y por el barroco aquellos que procuramos mantener una actitud sobria ante la existencia, primordialmente racional, reflexiva desde los parámetros modernos y, si no, atea, sí agnóstica (que no hay que confundir con la lectura new age de que es la creencia en dios sin iglesia, sino que es la declaración de incapacidad inteligible para hablar de lo divino o lo trascendental)? ¿Qué hacemos si no hemos encarnado (al menos recientemente) los Ejercicios espirituales pero aun así, al llegar al templo, nos desbordamos en una contemplación a una belleza que si bien no nos sirve para alcanzar el amor, sí nos sacude las entrañas y nos remueve las categorías con las que solemos analizar nuestra realidad? En mi reciente visita al antiguo Colegio de san Francisco Javier, una mujer que me acompañaba en la capilla de Loreto se conmovía diciendo que no le alcanzaban los ojos para apreciar todo a su alrededor. Y es que cuando observas aquella cúpula que se eleva paso por paso hacia el cielo, llena de elementos y detalles (de ángeles del pasado), te sientes, como dice Silvio Rodríguez, en “un espacio sin fin” donde los sentidos no alcanzan y la inteligencia mucho menos. Si bien estar en Tepotzotlán hoy día no responde a una experiencia divina, sí ayuda a desatornillar los vicios del hedonismo que caracterizan nuestra era de consumo. Sí nos posibilita ver; abrir los ojos —no al pasado ni a la experiencia mística— a una dimensión estética que nos rebasa, nos suspende.

Interior de la Capilla de Novicios, Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán, Estado de México. D.R. © SC-INAH, México, 2017. Foto: D.R. © José Acévez, 2017.

Roland Barthes interpretó los Ejercicios de Ignacio como un diálogo donde Dios habla pero no zanja; como un signo último donde la ascesis se resuelve con la “aceptación reverente del silencio de Dios, el acatamiento dado no al signo sino a su retraso”. Podría, entonces, reinterpretar a Barthes desde una lectura de la experiencia contemporánea (agnóstica) donde la ascesis se resuelve aceptando la insignificancia de la existencia (que se revela al contrastar el propio cuerpo con el ornamento excesivo del templo) que encuentra la virtud en la capacidad misma del deseo, en la necesidad casi inherente por lo bello y en la premisa ontológica del disfrute.


José Acévez es parte del equipo de redacción de Artes de México. Cursa la maestría en comunicación en la Universidad de Guadalajara.

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