Alfonso Alfaro

Javier Castellanos. Réplica de la Virgen de Zapopan con atuendo imperial. Foto: D.R. © Jorge Vértiz, en núm. 60 de Artes de México, Zapopan, 2002.

Con todo lo imponente que pueden ser las multitudes que acompañan el regreso de la imagen zapopana a su santuario (en el año 2001, el ayuntamiento contabilizó tres millones de visitantes a lo largo del fin de semana), las jornadas en torno al 12 de octubre no son sino la punta de un iceberg.

Existe una inmensa familia que hace girar en torno a esta devoción mariana y sus días, sus empeños y sus regocijos. En las filas ordenadas e interminables que los creyentes forman en la catedral tapatía para despedirse de la Virgen la última noche que la pequeña estatua modelada co pasta de caña de maíz pasa en Guadalajara, esperan mucha personas que volverán a hacer cola con la misma paciencia a la mañana siguiente para darle la bienvenida a su basílica después de haberla acompañado a pie durante todo el camino.

La noche del 11, los romeros habían extendido sus cobijas en los portales y plazas del centro y pernoctado gozosamente en familia (sin excluir a los ancianos y a los niños pequeños) aguardando el inicio de la travesía que el cortejo emprendería antes del alba. Aquellos que no han podido realizar todo el viaje a pie tratan de acercarse lo más posible a la orilla del caudaloso flujo humano sobre el que parece navegar la minúscula figura revestida del sombrero y el rebozo de la viajera.

Foto: D.R. © José Acévez, 2016.

Aunque hay fieles llegados de lejos —incluso algunos de los Estados Unidos— el grueso del torrente está formado por los vecinos de los antiguos pueblos que hoy forman parte de la zona metropolitana y por habitantes de las colonias del oriente (y de algunas del poniente: Santa Teresita, el Fresno…). La ciudad de los malls, los cotos y los “fraccionamientos residenciales” permanece absorta y ajena ante la irrupción en sus calles de ese país fervoroso y alegre que le es ya desconocido.

Hubo una época en que los socios del Country Club esperaban el paso de la Virgen en los campos de golf que colindaban con la Carretera Vieja (hoy avenida de las Américas). Ahora solo los caballeros y las damas del Santo Sepulcro, ataviados con sus atuendos de gala, hacen acto de presencia en las grandes solemnidades zapopanas. A diferencia de lo que sucede en otros países —como España— aquí las manifestaciones de esta naturaleza fueron perdiendo de manera acelerada a lo largo del siglo XX su carácter de elemento integrador entre las clases sociales.

Javier Castellanos. Réplica de la Virgen de Zapopan con atuendo imperial. Foto: D.R. © Jorge Vértiz, en núm. 60 de Artes de México, Zapopan, 2002.

En la fiesta, como en todas las de su género, hay grados diversos de participación: visitantes ocasionales, acompañantes de un grupo familiar, jóvenes atraídos por la multitud, por la vendimia, por la feria… Sin embargo, esta inmensa movilización no podría concebirse sin una estructura construida en torno al núcleo de fieles marcados en profundidad por la convicción y el compromiso (muchos de los cuales son integrantes de la guardia de honor de la Virgen), y de los siguientes círculos concéntricos compuestos por los creyentes que forman parte de algún grupo de danza o por aquellos que siguen con atención el calendario de los desplazamientos de la Peregrina, veneran estampas pías en sus hogares y, ante todo, suelen tener a esta advocación mariana presente en sus alegrías y tribulaciones.

La Virgen zapopana ostenta el título de Generala —concedido por su patrocinio sobre el ejército trigarante—, y sus fieles recuerdan que ya en el siglo XVI su intervención fue eficaz para la pacificación de las insurrecciones indígenas. A través del tiempo llegó a establecer con la zona urbana de Guadalajara una estrecha simbiosis: desde hace varias generaciones, la imagen, que es también proyectora contra rayos y tempestades, pasa todo el “tiempo de aguas” recorriendo las parroquias y capellanías de la ciudad.

Esta es una tierra de soles inclementes, temperados apenas por el extraño paréntesis de las tardes veraniegas. En ellas es posible disfrutar del color gris durante unos momentos que, sin embargo, están cargados de presagios. Viene luego la fiesta desmedida y a veces ominosa del cielo que retumba y se vierte a raudales. Después de las tormentas, la comarca queda teñida de verde fresco durante esos meses, los más gratos del año, que en otras latitudes corresponden al otoño.

Basílica de Zapopan y seminario franciscano. Foto: D.R. © Jorge Vértiz, en núm. 60 de Artes de México, Zapopan, 2002.

En una ciudad y una región donde la realidad ecológica no parece haber sido jamás tomada en cuenta por sus urbanistas, los fantasmas opuestos de la sequía y la inundación son simultáneos y recurrentes. La visita estival de la imagen marca ese ritmo discontinuo y pone de manifiesto la paradójica relación de los habitantes con la naturales. Su presencia en Guadalajara coincide con esa intermitencia anhelada pero inquietante de los meses de chubascos. El periplo tapatío de la imagen aporta —en esas horas situadas fuera del tiempo ordinario como en todos los ritos— tanto la fiesta como el sosiego. Es exultante con los cohetes y los castillos que estallan después de las tardes de truenos y relámpagos para festejar la llegada de la imagen a cada templo, y protectora como el larguísimo manto que suele desbordar su cuerpo pequeño y frágil.

En los hogares de sus devotos, la imagen posee esa doble carga, inextricable, de seguridad y gozo, de excepción festiva y de auxilio benévolo. Para ellos, su influjo se prolonga durante el año: no solo se expresa el 12 de octubre, día de la “llevada” o —vista desde Zapopan— del retorno de la imagen a su santuario, y el 18 de diciembre cuando se conmemora la Expectación del parto de Jesús. El día 18 de cada mes acude a la basílica una ferviente grey para celebrar esa advocación que, aunque desempeña un papel sumamente discreto en el calendario litúrgico, hace referencia a una de las más privilegiadas dimensiones de la vida humana: en la palabra “expectación” están presentes la incertidumbre y la confianza, la esperanza y la emoción. Estos sentimientos se amplifican cuando se trata de un nacimiento, y más todavía en el caso de aquel que es para el cristianismo el signo de la alianza redentora.

Replica de la imagen de la Virgen de Zapopan. Foto: D.R. © Jorge Vértiz, en núm. 60 de Artes de México, Zapopan, 2002.

El recuero del júbilo de María como madre expectante, además de extenderse fuera del “tiempo de aguas”, se derrama también al exterior del área urbana. Durante el resto del año, una de las dos imágenes que el santuario posee (La Peregrina, que desde la década de 1990 sustituye en los desplazamientos estivales a la primera estatua fabricada en el siglo XVI) vuelve a tomar rebozo y sombrero, para continuar sus viajes. “Mi madre es bien jacalerita —dice un enternecido devoto, un joven perteneciente a una corporación policiaca— no se sabe estar quieta: tanto hijo que tiene por todas parte y todos queremos estar cerca de ella”. Llega así, acompañada de peregrinos que llenan decenas de autobuses, a la catedral de México (donde posee un altar al lado del grandioso retablo de Los Reyes) y a la basílica de Guadalupe. También viaja a Los Ángeles y recorre algunos sitios de presencia migrante en California y Texas y, aunque no ha visitado todavía París, está ya representada por una imagen en la capilla guadalupana de Notre Dame. Además, se detiene en los templos de la zona metropolitana que no alcanzó a recorrer durante su circuito oficial y hace altos señalados entre sus fieles devotos (en la región de Tesistán, por ejemplo, es recibida por jóvenes vestidas a la usanza charra que propulsan el pesado vehículo mariano tirando de sus propios rebozos; en San Juan de Ocotán, donde es agasajada por más de veinte bandas de música, un genero banquete ofrecido por sus devotos congrega a toda la población; en Chapala hace un recorrido en barca por la laguna; en Zapotlán es llevada en andas provistas de iluminación).


Alfonso Alfaro se ha dedicado a la investigación en los terrenos de la antropología del arte y de la historia cultural de México. Es director del Instituto de Investigaciones Artes de México. Fue nombrado Doctor Honoris Causa por las universidades del sistema universitario jesuita de la República mexicana.

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