Lourdes Andrade

Roberto Montenegro, Retrato de Frida Kahlo, colección particular. D.R. © Roberto Montenegro, Somaap, 2017. Foto: Jorge Vértiz, en número 49 de Artes de México, La tehuana, 2000.

Si la relación de Frida con su cuerpo no fuera tan compleja, tan ambivalente, no resultaría interesante analizar su manera de ataviarlo. Ese cuerpo herido y torturado, como el de los cristos barrocos, como los de las víctimas de los dioses precolombinos; ese cuerpo lúdico y gozoso, como las sandías que enrojecen sus “naturalezas muertas”, como la papaya, cuya ranura abierta es semejante a un sexo femenino, como las tunas que se desangran sobre un plato; ese cuerpo frutal, terrestre, que es su mayor orgullo y su mayor dolor; ese cuerpo es un reflejo al que se aferra obsesivamente.

Es legendaria su manera de autorrepresentarse, vestida de tehuana y, en este sentido, hay que considerar hasta qué punto su vestuario forma parte de sí misma. S u atuendo es ella. No solo la cubre y la oculta, no solo la muestra y atrae la admiración sobre ella; su vestido le otorga una identidad. Y en esa crónica de sus propios sufrimientos que es su pintura, su vestimenta es un elemento narrativo muy importante. Por su atuendo folclórico, Frida se identifica con lo popular y lo indígena. Esta voluntad suya de insertarse en lo “mexicano” la representa genérica y étnicamente, la sitúa en el contexto del nacionalismo posrevolucionario. Es su manera de asumirse como intelectual, como simpatizante con los oprimidos y de identificarse con su tradición. Frida crea una obra y un personaje —ella misma— cuyo arraigo queda ratificado por su manera de vestir.

Pero hay algo más: en ella, en la que toda idea se trasmuta su obsesión, el amor por Diego define muchas cosas. Geografías imaginarias, el excelente ensayo de Aída Sierra, nos refiere cómo, a su regreso de Europa y mediante la influencia de Vasconcelos, el Istmo se convirtió para Diego en una versión local del paraíso. Su flora sensual, la languidez de sus mujeres, la riqueza y colorido del paisaje, hacen del “sur” un espacio añorado y exótico que plasma en sus murales de la Secretaría de Educación. Ya casada con Diego, Frida asume el atuendo de tehuana, y éste se convierte en otra forma de atraer a su marido, de acaparar su atención, de intentar retenerlo. El porte altivo de Frida, con su largo cuello, su figura esbelta y su espalda erguida, proyecta la dignidad de las mujeres istmeñas, le da un aura soberbia que define su fuerte personalidad, con atributos autóctonos. Así, resulta significativo que en 1940, tras divorciarse de Diego, Frida se despoje de su vestido de tehuana y se retrate con un traje de hombre semejante al que usaba en la época posterior a su accidente, y en el que aparece en varias fotografías. En Autorretrato con pelo cortado (1940) no solo luce vestimenta masculina, sino también el pelo muy corto; sus mechones, regados por el suelo, son un símbolo de que al separarse de Diego se ha desprendido también de su identidad femenina, de esa parte suya susceptible de ser amada por el muralista.

De hecho, este gesto nos hace sentir hasta qué punto su vestido es parte de una personalidad un tanto superficial —o artificiosa— que ella se crea y recrea en sus autorretratos. Ya Octavio Paz había reparado en esto al comparar a este personaje con el de María Izquierdo. Dice Paz: “las ropas […] de Frida […] recubrían una personalidad compleja y nada popular”. Urgando en el carácter de nuestra artista, Paz nos descubre su ambigüedad y nos da, quizá, la clave para interpretar su obsesión con la propia imagen: la máscara que cubre su rostro y el disfraz que envuelve su cuerpo son una desesperada voluntad de ser. El traje típico se convierte en una manera de proteger su intimidad, al tiempo que, constantemente, la exhibe sin pudor. Se crea un personaje, para mejor disimular su propio ser y mantener su esencia equívoca.

Frida Kahlo en la Casa Azul vestida de tehuana, 1951, cortesía Martha Zamora. En número 49 de Artes de México, La tehuana, 2000.

Existe otra dimensión posible en la percepción de la identidad de Frida como tehuana. Frida, representada con su traje típico, se nos aparece con un aura de santidad o de divinidad que tiene su origen en ciertos elementos constantes en la representación. El primero es, desde luego, el vestido. Al desechar un atavío moderno, más actual, por el de las indias zapotecas, Frida se ubica ya en un tiempo que transcurre de otra manera, un tiempo circular, cíclico, más histórico. Esto contribuye a otorgarle una dimensión diferente a la cotidiana. Desde luego, su vestido la ubica también en “otro” espacio, el paisaje paradisiaco del Istmo, en el que Diego —como tantos otros— viera un lugar perteneciente a la utopía. Se trata de una criatura atemporal, proveniente de un sitio más legendario que geográfico. Pero aun en este ámbito supraterrenal, Frida no se nos muestra como un ser banal. Asume las dimensiones de una diosa, de una virgen, y esta esencia sobrenatural se define también por su manera de acicalarse. El traje es ya de por sí vistoso, majestuoso, imponente. En ocasiones, se acentúa su importancia cuando lo acompaña el típico tocado de tehuana. En Autorretrato como tehuana (1943), la blonda que rodea su cara le otorga una apariencia esplendorosa. Es como un astro, como una corola en medio de la cual se abre el núcleo del rostro. Además, tiene flores en el pelo y de ellas, como del tocado, parten multitud de “raíces”, cual efigie de una resplandeciente dios de la vegetación. Aunque los ejemplos podrían multiplicarse, me gustaría compararla específicamente con dos figuras del arte precolombino que ostentan características similares. Una es la cabeza de serpiente emplumada que se repite rítmicamente en todos lados y niveles de la pirámide de Tláloc y Quetzalcóatil, en Teotihuacán. La otra, es la faz del quinto sol, al centro del círculo del llamado calendario azteca. Esta idea de un rostro enmarcado por un elemento, que hace resaltar su belleza, su poder, o su prestigio, da al visaje de Frida la dimensión de una deidad arcaica.

Por otro lado, tenemos la serie de fotografías que le hiciera el fotógrafo Fritz Henle, en 1936. En varias de ellas aparece con un rebozo sobre la cabeza. Algunas hacen pensar claramente en una virgen, en la Guadalupana. Así, no solo se identifica con su pueblo, sino que ella, la infértil, se equipara con su mítica “madre”. En los casos en los que se nos muestra con la cabeza descubierta, su cabello aparece trenzado con listones de colores, recogido en altos chongos, a veces muy elaborados.

Un elemento más que contribuye a resaltar su imagen sobrehumana son sus joyas. Es cierto que las tehuanas se distinguen por sus ricas alhajas de oro. Las de Frida evocan el mundo prehispánico, tanto las auténticas como las espléndidas imitaciones. Los dioses suelen portar oro como símbolo de su grandeza. Lo mismo hace Frida en Autorretrato con mono (1938), en Autorretrato con trenza (1941), o bien en múltiples fotografías que se conservan de ella, como la tomada por Imogen Cunningham en 1931. Por cierto, aún es posible admirar algunos de sus collares y aretes en el Museo Frida Kahlo, en Coyoacán.

Todo esto, aunado a la expresión grave de su rostro, a sus rasgos, fuertemente marcados, le otorgan un aire de hieratismo, acentúan su altivez y le dan la apariencia de una diosa prehispánica, orgullosa y distante, inserta muchas veces en un contexto natural, exuberante, “tropical”, exótico.

Cada elemento contribuye a construir su imagen, abre una vía de identidad entre ella y un universo mitológico, y que se puede reconocer en el mundo mexicano: este universo es el panteón precolombino.

La mirada del “otro” consolida la identidad teogónica de Frida. El texto que André Breton le consagró en 1939 da fe de su dimensión legendaria y mítica.

La palabras con las que Breton abre su “Recuerdo de México”: “tierra roja, tierra virgen, regada por la más generosa sangre”, resultan, en cierta forma, complementarias a aquellas con las que se inicia su texto sobre la artista: “donde se abre el corazón del mundo”. En ambos casos se alude al “inmenso cuerpo” en el que se diluye la esencia de la tierra mexicana y el organismo de la mujer. Más adelante, la presenta evocando su naturaleza telúrica y su dimensión déifica:

“… [de] esa tierra roja de la que brotaron, idealmente maquilladas, las figurillas de Colima, que son mitad mujer y mitad cigarra […] por fin, [surgió] parecida a ellas por el porte y engalanada como una princesa de leyenda, con hechizo en la punta de los dedos, en una flecha de luz del pájaro quetzal que, al volar deja ópalos en los flancos de las piedras. Frida Kahlo de Rivera”.

Guillermo Kahlo, Frida Kahlo, 1932. Via Wikimedia Commons.

De este modo se le aparece nuestra pintora, como una reina, como una diosa, y parte del impacto que produce en él, proviene de la forma en que se acicala. Breton la describe “con vestido de alas doradas de mariposa”, y le confiere las características de “crueldad y humor solo capaz de enlazar las raras potencias afectivas que se conjugan para conformar el filtro cuyo secreto tiene México”. Así, Breton concede a Frida la magia del propio país, y la sitúa en un espacio entre la realidad y el sueño, el espacio del surrealismo.

Si bien Diego hizo una leyenda de sí mismo y logró insertarse —por méritos propios— en el mito revolucionario, Frida construyó para sí también un ser fabuloso, medio mujer-planta, medio volcán, medio insecto, que desempeñó su papel, vestida de flores, cual una diosa de la fertilidad, ella que en el plano biológico era infértil.

Sin embargo, a pesar de lo interesante y atractivo que pueda encerrar la construcción de este personaje, posee también aspectos por demás inquietantes. El culto que ella propició para su persona y para su obra, ha sido asumido con tintes fanáticos por ciertos círculos académicos, específicamente por una buena parte de la intelectualidad feminista estadounidense. Este fervor no es ajeno a la actitud de la propia Frida, quien vivía rodeada de los iconos de sus ídolos: Marx, Mao, Stalin, a los que veneraba con la misma ausencia de capacidad crítica. Al enfrentar los escritos de algunas estudiosas del arte sobre Frida, se percibe la turbia reverencia con la que se le distingue y uno se pregunta, ¿qué celebran en Frida?, ¿sus sufrimientos o su manera mórbida e impúdica de exhibirlos?, ¿su amor por Diego, o la dimensión pantagruélica de su masoquismo en la manera de asumir dicho sentimiento? Y a pesar de reconocer su gran talento y lucidez, la calidad indudable de su pintura, y el valor de que dio muestra al asumir su dolor, resulta inquietante que se le tome como paradigma. Tanto más cuando que su insistencia en su desventura suele restar interés en su trabajo. En este sentido coincido con el agudo comentario de Octavio Paz: “a veces, debo confesarlo, ese pathos me abruma: me conmueve, pero no me seduce. Siento que estoy ante una queja, no ante una obra de arte”.

Es curioso cómo ciertos elementos que no tienen nada que ver con el talento, juegan en favor o en contra de la obra. En el caso de Frida, sus problemas físicos lo hacen, en mi opinión, en ambos sentidos. Lo relevante para esta reflexión es la importancia particular que adquiere en su pintura el vestido de tehuana, al cubrir su organismo herido y desplegar sobre él una multiplicidad de significaciones.

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