Alberto Manguel

Genoveva Pérez Pascual. Muñecas mazahuas con el traje tradicional de enagua bordada y el sombrero que se utiliza en la danza de las pastoras. Colección Angélica Tijerina. La Esquina. Museo del Juguete Popular Mexicano. Foto: D.R. © Irene Barajas, en número 114 de Artes de México, Juguete tradicional II, 2014.

¿A qué juega la niña al jugar con la muñeca? El cuerpo de las muñecas es siempre un tanto inquietante. Su cuerpo no es el nuestro y, sin embargo, muestra el mismo paisaje. Su desnudez es la nuestra: despojarlas de su ropa es algo que a nosotros nos está prohibido. Sobre todo a las muñecas hiperrealistas hechas con un plástico casi como piel. Esa piel sonrosada y brillante revela sus secretos íntimos, pero sabemos que hay más. Los pequeños pechos abultan el torso, la pancita se infla levemente, pero hay algo que falta. Los brazos, las piernas y la cabeza se encajan en su lugar de manera un tanto obscena y, cuando los quitamos, los huecos revelan un relleno plomizo, mortecino, o bien un vacío enigmático. No es así como estamos hechos, no es así como quedamos completos. Alguien nos miente.

Son juegos de armar y desarmar. Como un doctor Frankenstein en acción, el niño crea seres imposibles con distintos pedazos. A veces hay procedimientos convencionales a seguir: el señor caradepapa, por ejemplo, tiene metamorfosis programadas: se enchufa una nariz, se tuerce el cuerpo y, ¡zas!, surge un ser nuevo.

O bien hay transformaciones sin guión. El niño desviste las muñecas y las destaza. Las partes de los cuerpos se muestran como en una carnicería o en la escena del crimen. Las cabezas cambiadas, los miembros invertidos. La crueldad es una destreza que se aprende.

Las muñecas deben su existencia a la niña que juega con ellas. La muñeca en su caja tiene algo de momia, de princesa cautiva, de bella durmiente. Pide ser levantada, manipulada, vuelta a la vida. La palabra francesa poupée (como la inglesa puppet y la alemana Puppe) viene del latín pupa, que significa niña, y por extensión se usa para designar cualquier pequeña imagen, como un amuleto o una ofrenda votiva. Pupa es también el nombre que se da al insecto en desarrollo pasivo entre la larva y la etapa de imago; es decir, un ser en suspenso, una presencia latente, una vida implícita, algo a punto de ser.

Muñeca de cartón, Celaya, Guanajuato, 1976. Colección Angélica Tijerina. La Esquina. Museo del Juguete Popular Mexicano. Foto: D.R. © Jorge Vértiz, en número 114 de Artes de México, Juguete tradicional II, 2014.

Las muñecas sencillas, esquemáticas, de la antigüedad eran para todos los niños, pero las modas las hicieron aristocráticas. En la Edad Media, vestidas al último grito, se convierten en propiedad de ricos y nobles. La apariencia derrotó a la función y, en manos de los poderosos, las muñecas fueron emblemas más que juguetes; en lugar de quedarse en el cuarto de juegos, cruzaban fronteras como embajadoras de buena voluntad. Entre sí, los reyes se regalaban espadas; las reinas, muñecas.

¿Qué fue primero: las figurillas usadas en los rituales religiosos o las muñecas hechas para los rituales infantiles? Ningún juego con muñecas es inocente. La construcción de la casa de muñecas, la disposición de un aula de juguete y el biberón, el guardarropa o las ceremonias de la alcoba está claro que representan historias percibidas en el mundo de la gente grande, pero también surgen de veneros más profundos que enseñan al niño quién es y cómo debe comportarse. Jugar a ser persona mayor permite al niño aprender a ser niño, a verse a sí mismo fuera de sí mismo, como en un teatro donde fuese actor, director y público. Aprendemos a movernos, a interactuar con el mundo, no sólo mediante el juego imitativo, sino mediante la percepción de la imitación.

Ver lo que hacemos nos permite llegar a ser quienes somos, o cambiar hacia eso que somos.

Cocina tradicional en miniatura con utensilios de hojalata, carrizo, madera, tela y fibras. muñecas elaboradas con retazos de tela. Colección Angélica Tijerina. La Esquina. Museo del Juguete Popular Mexicano. Foto: D.R. © Jorge Vértiz, en número 114 de Artes de México, Juguete tradicional II, 2014.

La casa de muñecas es la casa dentro de la casa, las habitaciones dentro de la habitación. En este espacio ideal de compartimentos perfectamente organizados (los dormitorios del piso alto, el baño, el comedor, el salón, la biblioteca, la cocina) todo es visible, patente. La casa de muñecas, con su armoniosa división y su mobiliario riguroso, es una Arcadia en miniatura: aquí nadie tiene miedo, nadie grita ni se altera, nadie es envidioso, rencoroso ni cobarde; nadie es torturador ni pendenciero. Todos desempeñan sus papeles de cuento de hadas, cada quien tiene su sitio. En la casa de muñecas los niños son queridos, los padres son admirados, se trata bien a los perros.

A veces, sin embargo, cierta atmósfera oscura invade el lugar. Se altera el ánimo, cambian las reglas del juego. Las cosas dejan sus lugares, se cierran los postigos, las bestias feroces merodean impunes. Uno de los muñecos es sorprendido haciendo algo insólito en la habitación que no le corresponde, otro tira la mesa donde con tanto cuidado estaba servido el té, un tercero se tropieza en la escalera y rueda con gran estrépito, uno más trepa a la azotea y queda atorado en la chimenea. El infante acuesta a su mamá, el papá mete la cabeza al horno, el perro está en la alacena y no quiere salir. Un camión de bomberos choca contra el muro lateral. Un dinosaurio en el vestíbulo espera aplastar a quien intente salir. Y entonces, sin previo aviso, se acaba el juego.

En la casa de muñecas de la reina María, en el castillo de Windsor, hay un cuarto de niños con una casita de muñecas miniatura. Esa casita sugiere una espiral de mise en abîme. En un castillo donde vive una familia de verdad está este perfecto simulacro de una casita digna de una princesa, donde ningún muñeco sufre, todos son felices y los niños de juguete juegan con una casa de muñecas de juguete. La pregunta es: ¿habrá otra casa de muñecas dentro de la casa de muñecas? En esa casa feliz, ¿hay otra casa donde pasan cosas tremendas, una casa de muñecas que encierra tragedias demasiado espantosas de contar y de la cual el único refugio será otro sitio aún más secreto, una casita más pequeña en un cuarto de niños también más pequeño, un minúsculo refugio donde todo está bien, mamá y papá tienen su habitación, el perro está dormido en la cocina, los niños juegan felices un juego donde, en una casita de muñecas todavía más minúscula, entre muebles aún más diminutos, alguien demasiado pequeño para verlo deja escapar un grito penetrante, angustioso, desesperado?

Muñeca mazahua. San Felipe Santiago, Estado de México. 1974. Centro de Estudios de Arte Popular Ruth D. Lechuga (CEAPRDL)/Museo Franz Mayer. Foto: D.R. © Jorge Vértiz, en número 114 de Artes de México, Juguete tradicional II, 2014.

Los juguetes tienen forma, volumen, color. También tienen voz. Los juguetes truenan, silban, repican, cantan o hablan. Los ruidos que hacen llenan el mundo del niño de una presencia oral. No sólo los padres hablan, no sólo la voz del niño grita o gorjea. Las cosas que llenan este mundo también tienen voces. Uno de los primeros juguetes es la sonaja: una bola o un anillo hueco, con semillas o perdigones dentro que suenan al moverse. Las sonajas son antiquísimas. Aristóteles, en el último libro de su Política, elogia la sonaja como “una excelente invención para mantener entretenidos a los niños; no se puede esperar que estén quietos, así que ese juguete impide que rompan cosas por la casa”. Por supuesto, añade sabiamente, “la sonaja sólo es adecuada para los niños más pequeños. Para los mayorcitos, la educación es su sonaja”.

Antes que existieran los juegos audiovisuales y las pantallas que contestan en voz alta las preguntas del niño, había cajitas de música y muñecas que hablaban, perros que ladraban y payasos que reían. Estirando la cuerda o dando vuelta a una llave el juguete cobraba vida, con sonidos que tenían significado. Las muñecas decían primero: “¡hola!”, “¿juegas conmigo?”, “¡te quiero!” Después, también se dio voz a los soldados de juguete: “¡lucha conmigo!”, “¡eres valiente!”, “¡ataca!” Los juguetes dicen cosas predecibles. Ahí no hay sorpresas.

Allá por la década de 1980, un grupo de activistas feministas compraron en una conocida juguetería varias muñecas Barbie y G.I. Joe, intercambiaron sus cajas de voz y días después las regresaron a la tienda. Los clientes que compraron las muñecas manipuladas descubrieron que, cuando sus hijos las ponían a hablar, el G.I. Joe decía con pujiditos femeninos: “¡quiero ir de compras!”, mientras que las Barbies clamaban furiosas: “¡mátalo, mátalo!”


Alberto Manguel es ensayista, novelista y traductor. Ha editado varios libros entre los que destaca la Breve guía de lugares imaginarios. Es director de la Biblioteca Nacional de Argentina; en 2017 fue galardonado con el Premio Internacional Formentor.

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