Retrato para armar. Carlos Mijares Bracho 1930-2015

Malena Mijares

Cierto día Carlos Mijares quiso aprender a tejer: le interesaba comprender la trama que enlazaba los hilos para convertirlos en algo más. Con esa misma voluntad de descifrar la forma en que los elementos se apoyan, proliferan, crecen y se replican, el arquitecto edificó su obra y su vida. En la amorosa voz de su hija, escuchamos aquí algunas anécdotas que nos permiten conocer su pasión por el oficio, su cariño por la academia y su alegría de vivir.

 

Carlos Mijares Bracho, 2011.

Hijo único de una pareja que luchó a brazo partido por salvar los prejuicios de la época ––mis abuelos se casaron en 1917––, Carlos Mijares Bracho creció en un hogar sólido en el que convergían influencias y modos de ver la vida diversos. El abuelo Mijares tenía ascendencia española, asturiana para ser exactos, y era un hombre de enorme cultura y sensibilidad que nació en Tepic y muy joven se mudó a la capital. De Carlos Mijares Rivas heredó mi padre su inclinación por la ciencia, su observancia gozosa de los rituales cotidianos y una suerte de idealismo romántico ­––que ha animado algunas de sus obras arquitectónicas más emblemáticas y ha sido motor de un sinfín de empresas personales que a lo largo de su vida ha acometido con soñadora ilusión.

Mi abuela, originaria de Durango y perteneciente a una familia de abolengo local, llegó a la ciudad de México a causa de la Revolución. Era una mujer sabia cuya dulzura no restaba un ápice a su férreo carácter, capaz de defender sus convicciones más allá de las convenciones sociales. De belleza legendaria, María Bracho de Mijares aportó a la familia un comedimiento provinciano, una curiosidad inteligente y sagaz no exenta de ingenuidad y unos valores cimentados en la mejor calidad humana. Los orígenes distintos de ambos y la cerrazón de don Carlos Bracho Zuloaga, padre de mi abuela, hicieron que un noviazgo que comenzó sin dificultades aparentes en 1914 cobrara tintes épicos para convertirse en matrimonio el 8 de agosto de 1917. En una ceremonia celebrada sin el consentimiento de su padre, mi abuela Bracho se casó con mi abuelo Mijares contra viento y marea. Durante trece años formaron una familia de dos, hasta que el 26 de abril de 1930 nació mi padre.

Mi abuelo Mijares no hizo huesos viejos. Murió unos meses antes de que mis padres se conocieran, por lo que tristemente ni su nuera ni sus cinco nietos pudimos disfrutar de su apreciada bonhomía. Mi abuela, en cambio, longeva como correspondía a su linaje Bracho, vivió 89 años largos. A la prodigiosa memoria que la acompañó hasta su último día debemos en la familia muchas y muy sabrosas anécdotas.

Ella contaba que cuando a mi papá le preguntaban de niño lo que quería ser de grande contestaba con una afirmación decidida, amplia como la diversidad de sus intereses: “arquitecto, ingeniero, aviador y torero”. Con el tiempo tres de esas vocaciones potenciales se desdibujaron: su deseo de torear se transformó en afición a la fiesta brava: su gusto por la ingeniería pervivió en la admiración por su padre, que era ingeniero de minas, y en la colaboración profesional y amistosa con el gremio, pero nada más; mientras que su intención de surcar los aires se cumplió únicamente en su condición de viajero frecuente.

Aquella enjundiosa aseveración infantil contenía sin embargo el germen de una declaratoria vital: ¡quiero ser arquitecto! Carlos Mijares Bracho es un hombre de grandes pasiones. Su relación con el mundo pasa por su gusto contagioso por la vida.

 

Estas fotografías acompañaban al arquitecto Mijares en su estudio en la Ciudad de México. Fotografía: D.R.© Jorge Vértiz. 

 

De apostura y caballerosidad antiguas, irradia el entusiasmo ecuménico que lo caracteriza e incluye una capacidad de asombro frente a los avances de la modernidad que permite verlo como un personaje de otra época y al mismo tiempo ubicarlo con naturalidad en el siglo XXI. Su intensa fascinación por las cosas, sumada a su natural condición magisterial, lo lleva a compartir pedagógicamente sus pasiones. Y éstas tocan lo mismo las vivencias cotidianas ––una buena comida o una conversación de sobremesa, una visita al mercado o un paseo por la ciudad–– y las experiencias memorables, la emoción de un gran concierto, la lectura de una novela, el descubrimiento de un hallazgo científico, o el recorrido de una obra arquitectónica––, para cobrar una perplejidad especial ante los acontecimientos excepcionales de la vida, en particular los viajes, que felizmente lo han acercado en carne propia a muchos de los espacios arquitectónicos y urbanos que más admira.

La arquitectura es para mi padre una vocación irrenunciable y está marcada por un modo muy suyo de entablar asociaciones. Las matemáticas, la geografía, la plástica y la música, por citar sólo algunos de los lenguajes que lo apasionan, son para él elementos de interpretación del espacio, herramientas para leerlo.

“Arquitectura entretejida” es el nombre con el que bautizó uno de los muchos proyectos de divulgación arquitectónica que ha encabezado. Al igual que el título de su libro Tránsitos y demoras, que dice tanto de él, éste resulta especialmente afortunado. Recuerdo vívidamente a mi madre, experta tejedora, en sus divertidos y vanos intentos por enseñarle a tejer. Él no tenía la destreza manual necesaria, pero se empeñaba en aprender porque siempre ha considerado que tanto en la vida como en la arquitectura es importante comprender la trama de las cosas, descifrar la forma en que los elementos se soportan unos a otros, se apoyan, proliferan, crecen, se replican. De ahí que encuentre estimulante el fenómeno del tejido como tal.

Esa aproximación asociativa, integral, poliédrica para percibir las obras arquitectónicas y sentir las ciudades como un ente vivo, nunca es estática. Se mueve, transita y se demora en recorridos que mi padre se apropia de la manera más generosa, para empaparse de un conocimiento destinado en cierto sentido a los demás, porque Mijares es un conversador natural y un maestro nato.

Mi padre sufrió un desprendimiento de retina y perdió la visión del ojo izquierdo a finales del año 2000. Tuvo que aprender a vivir sin tercera dimensión y a percibir el espacio de otra manera. Su querido amigo colombiano Rafa Gutiérrez, cuando lo presentó en la Bienal de Santiago en octubre de 2002, dijo: “Carlos Mijares decidió usar un solo ojo porque, pa’ lo que hay que ver, con un ojo basta”. Él hizo suyas estas palabras y asumió el asunto no sólo con entereza sino con sentido del humor. A partir de entonces usa un parche negro que le da un atractivo singular y subraya de algún modo su figura patriarcal, su pinta magisterial.

 

Estas fotografías acompañaban al arquitecto Mijares en su estudio en la Ciudad de México. Fotografía: D.R.© Jorge Vértiz. 

 

Un lado crucial de su biografía es la vida académica. Ésta ha transcurrido durante una década en la Universidad Iberoamericana; ha pasado por las aulas de las escuelas de arquitectura más importantes del país, con estancias prolongadas en Chihuahua, Aguascalientes, Colima y Yucatán (por citar sólo algunos de los estados en los que ha impartido cursos regulares); ha viajado por América Latina, con frecuentes escalas colombianas ––Colombia es como su segunda patria y él es el profesor más antiguo y uno de los más asiduos del Taller Internacional de Arquitectura que se celebra cada verano en Cartagena de Indias––, y se ha detenido más de una vez en Panamá, donde forma parte del grupo fundador de Isthmus. Pero la casa académica de mi padre es la UNAM. Allí es profesor desde que en 1954 se inauguraron las instalaciones de Ciudad Universitaria. Al frente del Taller Experimental de Composición Arquitectónica (TECA), del que es fundador, asiste regularmente a clases con un grupo de excelencia del que han egresado arquitectos brillantes.

A sus 82 años sigue allí, al pie del cañón y en pleno ejercicio de un prolífico magisterio que ha formado a numerosas generaciones de mexicanos y ha dejado una huella importante en muchísimos arquitectos del continente (no recuerdo bien por qué azares de la vida mi padre se convirtió en una especie de embajador de México en las escuelas de arquitectura de América Latina, pero es un hecho).

He conocido a decenas de discípulos suyos ––muchos de los cuales se hicieron con el paso del tiempo buenos amigos de la familia–– y a todos los he escuchado ponderar sus clases, su modo de enseñar a ver y a sentir la arquitectura, su manera pausada y cálida de despertar en sus alumnos una pasión por el oficio. Porque a Carlos Mijares le importa el oficio, le interesa especialmente que los estudiantes de arquitectura lo adquieran y le preocupa que, con los avances de la tecnología y las comodidades del dibujo por computadora, se pierda el dominio sobre los procedimientos constructivos; se olvide que la geometría es indispensable; se minimicen la importancia capital del conocimiento de los materiales y las estimulantes especificidades del comportamiento de cada uno.

Yo crecí y viví por cinco lustros en la casa de Reforma 1 esquina con Francisco Sosa, mejor conocida como Casa Mijares, de modo que mi percepción de la arquitectura de mi padre se ha dado por contacto directo. Y ha sido una constatación vital de su manejo del espacio, de su preocupación por la luz y su amor por los materiales. La fisonomía de la casa, con el atractivo y ligereza de su volumetría, su celosía de vidrios azules, sus gárgolas modernas y el hermoso muro de ladrillo rojo que recubre uno de sus lados es no sólo una audacia de la época y un destello de modernidad (se construyó en 1958), transgresor con la imagen tradicionalmente colonial de la calle Francisco Sosa y al mismo tiempo discreto, respetuoso del contexto, sino que es también un primer coqueteo con el tabique ––que habría de convertirse después en uno de sus instrumentos característicos y en un sello de su obra religiosa.

 

Casa Mijares, Coyoacán, Ciudad de México. Fotografía: D.R.© Daniel Segura Mijares.

Como mi padre es capaz de disfrutar los detalles más nimios de la vida, es un fantástico hacedor de espacios cotidianos, un arquitecto que concibe con deleite lugares para estar y habitar. La Casa Fernández (alterada primero de la peor manera y casi destruida luego por sus últimos dueños, lamentablemente), la Casa Díaz Barreiro, la Casa Castillón y el Edificio de Diego Becerra son, con la Casa Mijares, ejemplos de su mejor arquitectura de escala doméstica.

Un común denominador de su obra es la calidad de la factura constructiva. En sus edificaciones de carácter industrial, por ejemplo, hay un cuidado que lo llevó a vestir con obras de arte la planta de VAM en Lerma, Estado de México, en la que situó como simbólica puerta una espléndida escultura / logotipo encargada a su admirado Mathias Goeritz, y la fábrica de Bujías Champion en Industrial Vallejo, que se engalanó durante años con un mural de azulejos creado ex profeso por otro querido amigo suyo, Carlos Mérida. Este mural, por cierto, fue donado a la UNAM merced a la intermediación de mi padre y de mi abuelo materno, y por fortuna fue rescatado del olvido con el que el deterioro de la zona industrial lo amenazaba. Hoy se alza en Insurgentes Sur a la altura del Centro Cultural Universitario.

Tal vez lo más conocido de la arquitectura de Mijares sea la obra religiosa, ese fascinante conjunto de creaciones de tabique realizado mayoritariamente en Michoacán y del que hay un ejemplo soberbio en Christ Church, iglesia episcopal de las Lomas de Chapultepec. Cuando lo presenta, lo cual ha hecho muchas veces y en muy distintos foros tanto nacionales como internacionales, mi padre se pinta de cuerpo entero, porque además de explicar el significado arquitectónico de los espacios y de mostrar las deslumbrantes imágenes de las filigranas de tabique que suelen dejar boquiabierta a la concurrencia, menciona siempre, con genuina emoción, la labor extraordinaria de los artesanos que levantaron las iglesias. Y es que en cada uno hay una historia de vida formidable porque él supo dar cabida a la expresión de sus operarios, supo construir literalmente de la mano de los maestros de obra, respetar sus tiempos y proyectar con un margen de expresión para ellos. Tan es así que la parroquia del Perpetuo Socorro en Ciudad Hidalgo, Michoacán, se erigió al ritmo de las viejas catedrales y tardó dieciséis años en edificarse. Fue una verdadera hazaña que supuso el concurso de muchas voluntades: el compromiso desinteresado del arquitecto, desde luego; la lucha de la comunidad, que quería su templo; el apoyo fundamental del padre Héctor Cortés ––quien trabajó incansablemente para hacer posible el sueño de la gente––, y el empeño personal del maestro Pancho, quien la edificó él solo con un ayudante. En este punto es menester mencionar el entusiasmo cómplice e irrestricto de mi madre. Ella lo acompañó en aquellas aventuras michoacanas con la misma solidaridad amorosa con que lo acompañó en la vida durante más de cincuenta años.

Christ Church. Lomas de Chapultepec, Ciudad de México. Fotografía: D.R.© Archivo Arquitecto Mijares Bracho / Juan Antonio Giral.

Si bien su falta de habilidad para las manualidades impidió a Mijares participar en la generación directa de indumentarias, colchas y tapados, el milagro de los estambres, el gancho y las agujas provoca en él a la fecha el azoro de quien se encuentra ante un misterio insondable. Pero no hay duda de que ese misterio se ha verificado con naturalidad en su persona, porque mi padre ha sabido entretejer una rica y variada vida.

La muerte de mi madre en marzo de 2008 le dejó un agujero enorme, un vacío imposible de llenar. A pesar de la añoranza, su proverbial vitalidad se impuso y él decidió arroparse en su construcción más personal: un tejido apretado de hijos y nietos; una red inabarcable de amigos y discípulos; un entramado disfrutabilísimo de intereses y pasiones que da sentido a su siempre juvenil espíritu y, para satisfacción suya y orgullo de todos los que queremos, su arquitectura.

 

Carlos Mijares Bracho murió el 19 de marzo de 2015.

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Malena Mijares estudió lengua y literatura hispánicas en la UNAM, donde trabajó durante más de veinte años, tanto en la propia Facultad de Filosofía y Letras como en la Coordinación de Difusión Cultural. Fue directora de Radio Universidad y también de Literatura.  En octubre de 2005 fundó el suplemento cultural de la revista Este País. Ha sido jurado de premios literarios como el Sor Juana Inés de la Cruz, el Nacional de Ciencias y Artes y el Premio Cervantes.

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Este artículo se publicó en el número 106 de Artes de México. Carlos Mijares Bracho. Arquitecto (2012)Durante la edición de la revista, el arquitecto, en su inmensa generosidad, nos permitió digitalizar algunas fotografías de su archivo personal que reproducimos como homenaje de manera inédita.

 

Curvimetro propiedad del arquitecto. Fotografía: D.R.© Alejandra Guerrero. 

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