Sobre “Albores de la Conquista. La historia pintada del Códice Florentino”

Isaac Magaña Gcantón

Hace poco más de dos años, bajo los sellos del Getty Research Institute y la Universidad Nacional Autónoma de México, Diana Magaloni Kerpel publicó, de manera simultánea en México y Estados Unidos, Los colores del Nuevo Mundo. Artistas, materiales y la creación del Códice Florentino [The Colors of the New World: Artist, Materials, and the Creation of the Florentine], un libro absolutamente indispensable que vino a cambiar los paradigmas bajo los cuales mirábamos los códices y el arte mesoamericano en general. Y es en esa misma línea de indagaciones y pesquisas que ahora presenta Albores de la Conquista, una investigación concentrada en las ocho profecías sobre la llegada de los españoles, incluidas en los Libros VIII y XII del Códice Florentino.

El arribo de los españoles a las costas de México. Malintzin funge como traductora entre los indígenas y los españoles. Frontispicio del Libro XII del Códice Florentino, D.R. © Biblioteca Medicea Laurenciana, Florencia. En Albores de la Conquista, Artes de México, 2017.

Albores de la Conquista es, como el volumen que lo precede, una publicación con una propuesta arriesgada, pero cuya composición y argumentación son profundamente clásicas. Comienza con una introducción donde la autora señala su punto de partida, plantea sus preguntas y aventura sus hipótesis. Siguen un capítulo que ubica el contexto histórico y otros dos que sirven de panorama y marco teórico. Finalmente, el resto el libro se ocupa de repasar las ocho profecías y desarrollar sus propuestas. El resultado es un trabajo que de principio a fin sostiene una cadencia y una enunciación convincentes. Una investigación que a pesar de su intensidad se puede leer de manera ágil y fluida. Un libro que, para decirlo pronto, no desmerece del anterior.

Magaloni Kerpel comienza su trabajo con una enunciación que define, de algún modo, su línea de acción: “La historia de nuestro origen como mexicanos inicia en la Conquista, momento en el que se crea una nueva realidad, producto del encuentro violento y creativo entre los pueblos indígenas mesoamericanos y españoles” (13). Albores de la Conquista se conduce por ese camino: la violenta premonición de la llegada de los españoles y la cifra intelectual y cosmogónica que surgió de esa confluencia. Asimilación por ambos lados: la visión apocalíptica de los españoles y la cosmovisión de los pueblos indígenas. Ahora, es bien conocida la manera en la que los primeros incorporaron los cultos y costumbres de los segundos en su tarea evangelizadora; menos conocido, en cambio, es el modo en que los segundos leyeron la visión de mundo de los españoles. Y de eso se trata principalmente este trabajo, de cómo “los dos sistemas [el español y el indígena] están presentes en la historia indígena de la Conquista” (19). Dice Magaloni Kerpel: “Los autores del Libro XII plasmaron una noción de la guerra y sus consecuencias que vincula tanto la visión apocalíptica bíblica como la óptica cósmica mesoamericana […]. Los dos sistemas de registro histórico hacen de la historia de la Conquista tanto un libro, en el sentido occidental, como un códice adivinatorio, en el sentido mesoamericano” (19).

El segundo capítulo aborda el escenario histórico, y para ello Magaloni Kerpel acude a varias crónicas y documentos, además de —naturalmente— el trabajo crítico y los hallazgos de otros investigadores. Aquí resulta especialmente importante señalar el lugar concedido a las tradiciones orales, pues es a través de esta comunicación que los pintores e historiadores indígenas tradujeron los sucesos en imágenes. La de los pueblos indígenas fue una escritura pictórica que era depositaria de las tradiciones orales. A decir de Serge Gruzinski, “las pinturas eran ‘creadas’ para que hablaran y a su vez, las ‘pinturas’ reforzaban y refrescaban la memoria oral” (26). En esa dirección, las imágenes del códice no son ilustraciones para amenizar o llenar vacíos, sino una escritura que nos revela la manera en que los indígenas pensaban, “ofrecen una visión sobre los métodos cognitivos de los mexicas en el momento del encuentro” (27). O dicho de otro modo: “Cada pintura es al mismo tiempo una ilustración y un texto completo” (39). Con un importante agravante: la visión de los tlacuiloque nahuas / cristianos que crearon este documento entre 1555 (año en que se transcribió el primer texto en nahua) y 1577 (año en que se realizaron el resto de las transcripciones y la ejecución de las pinturas) está atravesada por la cosmovisión indígena, pero ya también por el conocimiento de la tradición occidental (tanto en su visión de mundo como en su ejecución técnica). Por tanto, estamos hablando de dos generaciones que participaron en la composición del códice: “[el Códice Florentino] muestra tanto las visiones originales de los actores como las reflexiones de una generación posterior de pintores y escritores”. Es decir que “[se] representa la Conquista experimentada, así como la Conquista recordada” (28). “A lo largo de la obra, hay diversos puntos y grados en esta dialéctica entre experiencia y memoria; en la mayor, la narración preserva los puntos de vista originales de los que lucharon, mientras que las pinturas son una representación de los recuerdos, así como una interpretación de los acontecimientos” (29).

Representación de la segunda profecía con el templo de Huitzilopochtli en llamas. Folio 418r, Libro VIII del Códice Florentino, D.R. © Biblioteca Medicea Laurenciana, Florencia. En Albores de la Conquista, Artes de México, 2017.

El tercer capítulo, “Imágenes de la creación”, es quizá el más importante de todo el libro. En él se plantea la cosmovisión indígena. Se trata de una revisión de los mitos de la creación mayas, nahuas y mixtecas, en la que se atienden los principales temas y símbolos. Eso con el fin de apreciar mejor “la influencia del pensamiento mesoamericano en las imágenes de la Conquista del Códice Florentino” (43). En la parte principal de esta sección, Magaloni revisa el frontispicio del Códice Fejérváry-Mayer y la Piedra del Sol, y extrae de ellos una lectura sobre el funcionamiento del cosmos y la dimensión espacio-temporal de los indígenas. Estas imágenes, especialmente la del frontispicio con sus ocho divisiones perfectamente marcadas, regirán la lectura de Albores de la Conquista, pues las ocho partes tienen una correspondencia con las ocho profecías sobre la llegada de los españoles.

El capítulo siguiente se ocupa en su totalidad de otro frontispicio, el del Libro XII, cuya ejecución es a primera vista occidental, pero que al ser analizada con cuidado revela una fuerte carga ideológica proveniente de ambas tradiciones. Dicho de otro modo, en esta imagen se sintetiza el pensamiento indígena y el español. El ejemplo más contundente es el arcoíris, que en la tradición occidental cifra las historias de Noé y el Apocalipsis, y en la nahua “los elementos históricos y cósmicos de la antigua tradición mexica de picto-escritura” (83). Otro elemento que se desarrolla es el doble origen de las pinturas que acompañan los textos del códice: por un lado, está la tradición nahua aprendida por los antepasados, y, por el otro, los grabados europeos que para entonces ya circulaban por la Nueva España. Grabados que parten de Hans Holbein, Lucas Cranach o Alberto Durero llegaron a los tlacuiloque a través de las Biblias europeas y otros manuscritos. No resulta extraño, entonces, que en el Códice Florentino algunos problemas de composición se resuelvan a la manera europea (Magaloni ahonda un poco más en esto en Los colores del nuevo mundo). No obstante, más allá de la composición está la maestría para encauzar y hace convivir ambas tradiciones en las imágenes del códice: “Los tlacuiloque […] crearon imágenes que expresaron una compleja y rica visión del mundo en la cual las antiguas tradiciones mesoamericanas se enlazaban con la nueva religión cristiana y los acontecimientos históricos aparecían imbuidos de una importancia mítica” (100). Este ejercicio de apropiación es posible debido a que la picto-escritura se llena de significación a través de la tradición oral, tradición que se refigura a cada paso para dar sentido al presente:

Los tlacuiloque del Libro XII usaron la imaginería cristiana para inscribir la fundación de la Nueva España como un evento de naturaleza divina. Esta práctica nos ofrece una potente paradoja: apegándose a la tradición de la tinta negra-roja, volvieron a la imaginería cristiana de la Biblia para usarla como precedente para pintar su propia historia de la Conquista. Esto representa una declaración verdaderamente revolucionaria dado que muestra que los tlacuiloque se apropiaron de la Biblia y de su imaginería para mantener y registrar su historia (106).

Los presagios ocupan poco menos de la tercera parte del libro y están agrupados en seis capítulos. Magaloni dedica un capítulo a cada una de las primeras cuatro profecías y las otras cuatro las agrupa en grupos de dos. Así, la quinta y la sexta profecías quedan en un solo capítulo, y la séptima y la octava en otro más. Cada capítulo echa mano de los textos y los pone en relación con las imágenes, busca correspondencias y resuelve las coincidencias entre ambas tradiciones. En varias ocasiones, las hipótesis se refuerzan con la evidencia científica de acontecimientos astronómicos ocurridos en aquellas fechas.

La matanza de Tóxcatl. Primera imagen del folio 408r, Libro XII del Códice Florentino, D.R. © Biblioteca Medicea Laurenciana, Florencia. En Albores de la Conquista, Artes de México, 2017.

El capítulo dedicado a la primera profecía es el más largo de todos, pues establece las pautas mediante las cuales la autora analizará las demás. Se vuelve al frontispicio del Códice Fejérváry-Mayer y se procede a asignar las pinturas que representan cada una de las ocho profecías a cada una de las ocho divisiones del frontispicio (a esa asignación se vuelve todo el tiempo, así que hay que comprenderla y tenerla muy presente). Ya establecidas las directrices de lectura, el ejercicio de Magaloni consiste en leer cuidadosamente la profecía, mirar las imágenes de los Libros VIII y XII, y recorrer los mitos indígenas y la imaginería cristiana prestando suma atención al ámbito temporal. Y es que, como señala Gordon Brotherston —uno de los autores más citados a lo largo de todo el libro—, “los cálculos del tiempo son inseparables del ámbito histórico” (189). Esta es la razón por la que, en su análisis de las profecías, Magaloni hace referencia a los ciclos planetarios o a la aparición de ciertos astros en el cielo. Un ejemplo lo encontramos en la séptima profecía, donde se dice que Motecuhzoma tenía sobre su cabeza “un espejo redondo como un círculo colocado en el centro. Allí aparecen los cielos, las estrellas, la [constelación] mamalhoatztli, que es como el instrumento para encender el Fuego Nuevo. Y Motecuhzoma lo tomó como augurio de grandes males cuando vio las estrellas y mamalhoatztli, la constelación” (231-232). Magaloni apunta que, “en 1519, las Pléyades alcanzaron el cenit el 11 de noviembre, y el Libro XII afirma que Cortés y su ejército entraron a México-Tenochtitlan en el año 1 Ácatl (Junco), en el mes de Quecholli, en el día 1 Ehécatl (Viento), es decir, el 9 de noviembre de 1519” (242-243). Todo esto para probar la pertinencia y la coherencia de lo visto y lo representado, para mostrar la creación de un sentido y la fundación de un nuevo origen y una nueva era coherentes con el pasado más profundo, pero también con el pasado inmediato y el presente que vivían. Cito in extenso un pasaje pues creo que en él se cifra la tesis principal y el sentido último del trabajo de Magaloni en Albores de la Conquista:

La estructura nahua del pensamiento, de tradición histórica, y el papel de las imágenes en sus libros sagrados proporcionaron una base para apropiarse de un nuevo género de literatura religiosa y códigos visuales. Los escritos y pinturas sobre su pasado fueron vinculados con “narraciones sagradas que se refieren a hazañas mitológicas de deidades y la propia historia del grupo étnico local, construida según sus patrones míticos”. Se aplicaron estos patrones para explicar los dogmas cristianos y, a su vez, crear una interpretación de las circunstancias coloniales que estaban viviendo. Es decir, los tlacuiloque nahuas y cristianos tenían que comprender sus circunstancias presentes no sólo por medio de sus tradiciones míticas e históricas, sino también a través de los dogmas del Nuevo Mundo. Sin embargo, este proceso no era una simple suma de ideas y conceptos, su creencia en un orden cósmico, capaz de mutar y de cambiar, exigía continuidad, los obligó a fusionar el pasado y el presente, sus herencias mesoamericanas y cristianas. El cristianismo debía ser parte de su pasado para que pudiese ser parte de su presente. Las imágenes y el pensamiento cristiano tenían que existir en sus propios registros pictóricos, en sus libros sagrados del tiempo mítico donde era depositado el conocimiento. Ellos crearon una identidad alternativa a través de su interpretación de textos cristianos y así fueron capaces de enfrentar un cambio tan dramático en su mundo. La Biblia y los libros religiosos europeos se convirtieron en precedentes míticos de su propia era, nahua y cristiana, tanto como la mitología mesoamericana guardada en las imágenes y la tradición oral (217).

Junto al brillante ejercicio intelectual de Magaloni Kerpel, no quiero dejar de señalar la hermosa factura del libro. Albores de la Conquista es una pieza de una ejecución impecable, no sólo por la calidad de los materiales sino por su trabajo editorial intachable. Un trabajo de montaje y composición, pues casi todas las láminas (en total son 87) usadas en la investigación se ubican en el lugar correcto, donde son citadas, facilitando el diálogo entre el texto y las imágenes. Algo que en definitiva potencia la lectura, sobre todo porque hablamos de un libro en el que se leen y se descifran interpretaciones y significados.

Isaac Magaña Gcantón, Harvard University.
Reseña publicada originalmente en la Revista de Literaturas Populares, xvIi-2, 2017, (http://www.rlp.culturaspopulares.org/textos/33/08.magana.pdf).

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