Juan Carlos Pereda

En la obra de Rufino Tamayo el rojo es más que un color: es la expresión de la violencia, del dolor, de la realeza de las cosas insignificantes. En este fragmento, el especialista Juan Carlos Pereda nos invita a mirar una obra con un protagonista muy conocido de una manera diferente.

Retrato del diablo, pintado en 1974 al óleo sobre tela con aplicaciones de arena, tiene el encanto especial de llevar la reflexión acerca del juguete popular al gran salón, la artesanía encumbrada a argumento artístico, la conseja convertida en materia de estudio y erudición interpretativa, pero también reclama nuestra atención para asombrarnos con el virtuosismo colorativo del artista. El rojo aquí posee cualidades de lujo y fiesta, de opulencia y contento. Tamayo tiene esa capacidad y más: la de llevar el despreciado arte del vulgo a la vanguardia más evolucionada, a la pintura más exquisita, a los espacios de exposición más exigentes del mundo.

Rufino Tamayo. Retrato del diablo, 1974. Óleo sobre tela, 140 x 115 cm. Colección partícular. D.R.© Rufino Tamayo / herederos / México. Esta imagen se publicó en el número 111 de Artes de México.

Retrato del diablo se mostró públicamente por primera vez en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México. Damián Bayón la apreció como una de las mejores pinturas de aquella muestra, que después sería llevada a París, Florencia y Tokio. Lejos de representar una entidad del mal, este diablo es pura evocación de la ingenuidad popular y pretexto para encender los tonos de ese mágico púrpura que sólo Tamayo sabía lograr. Las extenuadas gamas de rojo adquieren connotación imperial, que en este cuadro posee todos los tonos posibles de un granate, de un rubí, matices que iluminan para siempre los rescoldos de los fuegos pirotécnicos encendidos en este lienzo, en ese infierno que sin llamas crea un antro de tornasoles atmosféricos, escenario no para el mal, sino para el puro talento de gran colorista que definió a Tamayo dentro del arte universal.

El demontre de cartonería tiene unas enormes y asimétricas astas que repiten el gesto de los brazos levantados y que más que espantar mueven a la entropía con el juguete de Semana Santa que tiene estrellas en los ojos y una enorme nariz que lo conecta con el feísmo del Art Brut de Jean Dubuffet y con las máscaras del carnaval mexicano. La textura del cuadro es áspera y da la sensación de que un magma encendido rodea toda la figura, las manchas más oscuras han sido dispuestas a los lados del cuerpo para evocar los humos sulfurosos de una aparición algo teatral y festiva de un diablo de pastorela, al tiempo que dan dinamismo al fondo. Un mágico sol tornasolado de rojos, rosas y morados pende del pecho del personaje; es un talismán que aleja toda idea asociada con el mal, para conectarnos más bien con el destellante universo de la creación artística.

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Juan Carlos Pereda es un estudioso constante de la obra de Rufino Tamayo, es subdirector de Curaduría del Museo Tamayo Arte Contemporáneo. Ha curado exposiciones de la obra de Tamayo tanto nacionales como internacionales.

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Este texto es un extracto del artículo “Orozco, Tamayo, Izquierdo. Tres pasiones fraguadas en rojo”, publicado en el número 111 de Artes de México. Del rojo al rosa mexicano (2013).

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