
La cultura francesa, ansiosa de claridad y de equilibrio, logró formular un proyecto de armonía que llamó classique. Para construir los anhelos del racionalismo y de la Ilustración se vio obligada a tratar de cegar los pozos por los que afloraban las vibrantes aguas del éxtasis, pero donde manaban también la locura y la pasión delirante y desmedida. Esas corrientes, sin embargo, continuaron irrigando generosamente una vertiente paralela de la cultura europea que había hecho de la Nueva España su nueva patria: el mundo del barroco tridentino.
En el siglo XX, nuestro país fue un protagonista de primer orden en la aventura que permitió a Francia retomar el contacto con esa riqueza inquietante y subterránea. Al llegar a México pudieron los espíritus cartesianos descubrir en un espejo rasgos de su propio rostro que había sido olvidado, impulsos vigorosos que permanecían sofocados y reprimidos desde el siglo de Luis XIX.
El surrealismo ha dibujado las líneas de su propio mapamundi; el surrealismo posee un hogar y una genealogía. Para tratar de situarlo en relación con los espacios geográficos que le pertenecen y de aquellos que le son lejanos, para tratar de comprender el ciclo de su vida respecto del horizonte de nuestra memoria y de nuestra conciencia, tal vez sea útil preguntarnos por su lugar de nacimiento y por el índole de las barreras que lo separaron del nuestro.
El surrealismo es una mirada francesa; difícilmente podemos imaginarla surgiendo en otra atmósfera. El surrealismo es una mirada rebelde contra una manera de mirar que modela siluetas equilibradas y volúmenes armoniosos; es un manifiesto contra el cristal transparente y la luz cenital. Su programa se sumerge frente a un universo cromático de tenues e infinitos matices. Es, sobre todo, una avidez por percibir lo que se recela y se emboza, por suplir las evidentes carencias de unos sentidos demasiado fieles para ser veraces.
En sus creadores se encuentra explícita la voluntad de superar lo que Tomás de Aquino en su oda a la eucaristía, Pange lingua, llamaba “la insuficiencia de los sentidos”. Mirando, pues, desde ahora y desde México, esa otra manera de mirar, tres preguntas son inevitables: ¿De qué manera la mirada oficial y la mirada culta en Francia se fueron volviendo cartesianas? ¿De qué manera las miradas en los terrenos de los Habsburgo se fueron volviendo barrocas? ¿Por qué caminos ambas percepciones de la realidad pudieron reencontrarse después de una separación de más de tres siglos y dar lugar a esa nueva economía del intelecto y los sentidos que llamamos surrealista?
En el siglo XVII, los Pirineos, que habían sido durante toda la Edad Media más un espacio de encuentro que una frontera, comenzaron a escapar sus pendientes y a volver infranqueable sus desfiladeros. Además de la consolidación de entidades políticas de corte nacional, lo que iba separando ambas vertientes eran las marcas de dos rostros, el de Dios y el del diablo; no Dios ni el diablo, igualmente presentes o ausentes en ambas laderas, sino sus rostros representables, la visibilidad de su figura y de sus huellas. España y Francia compartían el mismo proyecto vital, inmersas en la aventura europea del Renacimiento; desde el inicio, su territorio común había delimitado por las legiones romanas y por la cristianización. Sin embargo, en la época de Richelieu y de Olivares, de Luis XIII y Felipe IV, sus caminos se habían ya bifurcado aunque al principio ese proceso había sido casi imperceptible.
Francia fue convirtiéndose en una sociedad plural, donde, después de una rara violencia, católica y protestante iban aprendiendo a convivir, no sin roces, donde el espacio de los valores, los símbolos y los ritos estarían fragmentados entre jesuitas, jansenistas y calvinistas, entre galicanos y ultramontanos y, más tarde, entre creyentes y agnósticos. Debido a esa diversidad -y a la unidad construida en tornos al Estado, al ímpetu de lo que no se llamaba aún la sociedad civil y a la participación de las redes europeas de circulación intelectual, en Francia pudieron prosperar, cada vez más vigorosa, ciertas empresas del espíritu en donde la inteligencia se atrevía a incursionar sin el amparo de la fe.
En esos mismo momentos, España, por lo contrario, se entregaba con ardor igualmente juvenil a un proyecto de sociedad tan osado y seductor como el francés aunque muy distinto. Después de 1492, pero sobre todo después del Concilio de Trento, el mundo hispánico redescubrió con entusiasmo los fundamentos medievales de la cultura europea dándoles un nuevo rostro y un nuevo impulso.
Al heredar el ducado de Borgoña, los Habsburgo hicieron suya la antigua ambición carolingia que había revivido Carlos el Temerario: la construcción de la cristiandad como ámbito comunitario y como realidad política parecía más exaltante que la formación de un espacio meramente nacional, aunque fuera un royaume; por otra parte, la idea de la hegemonía como misión y de la evangelización como destino hacían de la historia una gesta Dei per hispanicos. Si Dios siendo el eje del universo, el pensamiento debía ser tomista y el arte primordialmente sacro. En compensación, los demonios de los capitales románticos y de las gárgolas góticas encontrarían en la pintura y en la escultura morada acogedoras y una fiereza renovada; lo divino y lo terrible continuarían manifestándose: el milagro cotidiano de los sacramentos sería tan portentoso y tan frecuente como el milagro puntual de la interrupción de las leyes de la naturaleza; el arte acogería por igual a uno y otro, así como todos los matices de la condición humana, desde la posesión mística hasta la monstruosidad, desde la majestad hasta la locura; el monstruo y el loco, justamente, se convirtieron en modelos de los retratos oficiales de corte como podemos contrastar en las telas de Velásquez en pleno siglo de Poussin.
Francisco I y Carlos V, freres ennemis, habían competido por el mismo Imperio y habían buscado, uno en Fontainebleau y el otro en el nuevo palacio de Granada, caminos de futuro en las propuestas de la modernidad italiana. La arquitectura del palacio-monasterio del Escorial, por una parte, y la de las amables residencias de los Valois en el Loira, por otra, podrían en evidencia los rumbos divergentes que iban a marcar durante 400 años, hasta la formación de la Nueva Europa, el destino de cada una de estas naciones. En lo que había de llegar a ser el Grand Siecle, fue haciéndose patente un proyecto que los franceses habrían de llamar classique por su ambición de claridad y de equilibrio y una actitud epistemológica que se ha denominado, tal vez de forma abusiva, cartesiana.
En Francia, el orden político ya no necesitaba, para legitimarse, recurrir a argumentos fundados en la voluntad de Dios, le bastaba la raison d´État; el arte oficial debía dar cuenta de la grandeur du roi y no estar orientado a enaltecer la majestad divina. Esa misma razón que había de ir colocando a la transcendencia en una región cada vez más lejana e imprecisa evacuaba de la mirada culta y de la representación plástica oficial a sus contrapartes: el mal, el demonio, el horror, lo inexplicable. La cultura de la razón y de la claridad no los elimina sino que los distingue, los nombre y los aísla, con la esperanza, cada vez más optimista conforme avanza el siglo XVII, que así podrá lograr hacerlos desaparecer definitivamente. De esta manera, como muestran los historiadores franceses Jean Delumeau, Michel Foucault, Roberto Mandrou, la obsesión por los demonios que había adquirido en Francia un auge inusitado en los siglos XVI y XVIII, comenzó a transformarse entre los espíritus mas refinados en u interés creciente por las conductas patalógicas o socialmente desviantes de la conducta humana, la locura se convirtió en objeto de clínica y los locos en sujetos de manicomio; los fantasmas de la sexualidad heterodoxa y desbocada se refugiaron en unas páginas que pronto irían a parar al enfer de la Bibliothéque Nationale, como Sade había de ser confinado en La Bastilla o en Charenton.
El neoplatonismo, que encontrarían en Austria y en las Indias españolas seguidos entusiastas y conspicuos en una época ya muy tardía, Athanasius Kircher, sor Juana, quedó reducido en Francia a una corriente marginal. En el mundo ibérico, que había de edificar en el siglo XVII iglesias churriguerescas y retablos de oro, Dios y el diablo no dejaron nunca de hacerse visibles en la alta cultura y a través del arte religioso, pletórico de condenados, llamas y serpientes.
Alfonso Alfaro. Es antropólogo, historiador e investigador; se ha distinguido en los campos de las artes, las letras y el conocimiento social. Ha sido profesor invitado en universidades y colegios de México y París, Francia, escritor de decenas de ensayos y publicaciones sobre temas históricos, estéticos y literarios, así como curador de exposiciones de arte.
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